SANTIAGO J. SANTAMARÍA. El Bestiario

 

 

PRÍPIAT, EN CHERNOBIL, VERSIÓN SIGLO XXI DE LAS RUINAS MAYAS

 Era un monumento al sueño socialista. Las señales de neón con la hoz y el martillo colocadas en las farolas iluminaban la avenida Lenin, de la ciudad de apenas 43 mil habitantes, próxima a la central. “La sombra de una catástrofe” comenta el escritor británico John Carlin, tras visitar Ucrania, en la ex Unión Soviética. El peor accidente nuclear de la historia, 30 años después…

 Había un teatro en la misma calle en la que vivían los Kibenok, en el que se representaban obras que conmemoraban la revolución de 1917, la victoria sobre el fascismo en la Segunda Guerra Mundial y los logros obtenidos por el Partido Comunista desde entonces. La noche del 26 de abril, justo antes de la 1:30, sonó el teléfono. Se había producido un accidente en la central nuclear. Necesitaban que Víktor fuera inmediatamente. Era bombero. Y aquello fue el fin de Prípiat y del sueño de los jóvenes enamorados. Al frente de un equipo de siete bomberos que recibieron la orden de entrar en el reactor nuclear número cuatro, cuyo tejado de mil toneladas había saltado en pedazos por una explosión, Víktor cumplió con su deber, plenamente consciente de que podía costarle la vida. Se expusieron a una radiación un 50% superior al extremo letal que puede soportar un ser humano.

El rostro juvenil de Víktor enrojeció en 15 minutos como si hubiera estado todo un día expuesto a un sol feroz, y empezó a caérsele la piel. Pero mucho peores fueron las lesiones invisibles. La radiación empezó a matar en silencio sus células sanguíneas y a atacar sus órganos vitales. Aquejados por náuseas y temblores, deseando creer que se debía al espeso humo, Víktor y sus hombres fueron trasladados en plena noche a un hospital en Kiev, a dos horas de distancia; un par de días después lo llevaron de allá en avión a Moscú.

Tatiana llegó a la cabecera de su cama y le dijo que en su pueblo estaban calificándole de héroe, que habían llegado otros equipos de bomberos de todas partes y las llamas que rodeaban el núcleo ardiente del reactor se habían apagado finalmente al amanecer, con lo que se había conseguido el objetivo crítico de evitar que se extendieran al reactor número tres, que estaba justo al lado. Pero las consecuencias del desastre habían sido mucho mayores de lo que pensaron en un principio: el mundo entero estaba conmocionado.

Víktor y su equipo de bomberos permanecieron en una sala aislada, cada vez más débiles y con más dolores a medida que pasaban los días, mientras los médicos debatían, perplejos, cómo salvarlos. Siempre optimista, Víktor instaba a sus camaradas a mantener el ánimo. “¡Aferraos a la vida!”, les decía. El 11 de mayo, no pudo seguir aferrándose más. Murió y los médicos le dijeron a Tatiana que el hijo que esperaba, que pensaban que debía de estar contaminado por el contacto de ella con el padre, debía morir también. Ella siguió su consejo y abortó.

30 años después, aún nos sobrecoge la palabra Chernóbil, la ciudad modelo soviética en la que vivían Víktor y Tatiana, Prípiat, versión siglo XXI de las antiguas ruinas mayas. Cuando los habitantes, un tercio de los cuales eran niños, recibieron la orden de la policía y el Ejército de subir a los autobuses, lo hicieron creyendo que pronto iban a regresar. Les dijeron que solo se llevaran los documentos de identidad, algo de dinero y la ropa que llevaban puesta.

El lugar exacto en el que sucedió la catástrofe, a solo 5 minutos en coche de Prípiat, es un gigantesco solar en construcción, tan dinámico y pululando de vida como muerta está la ciudad. Más de 2 mil 500 trabajadores se empeñan en una hazaña faraónica cuyo propósito es asegurar el reactor nuclear destruido contra las filtraciones radiactivas, al menos durante los cien próximos años. Un antiguo oficial del Ejército soviético, Nikolái Yakovishin, es uno de los ingenieros responsables de la operación. Si antes tenía órdenes de hacer que el mundo fuera más peligroso, hoy dirige una misión para hacerlo más seguro.

Nikolái, de 59 años, es ingeniero de formación y graduado de élite de la academia militar soviética en Moscú. Su último trabajo como soldado fue ser jefe de gabinete en una base de armamento nuclear secreta en el sur de Ucrania, donde esperaba instrucciones para lanzar misiles balísticos intercontinentales en dirección a Londres, Washington o Nueva York. Por fortuna para el mundo, las instrucciones no llegaron nunca; por desgracia para él, un acuerdo firmado entre Bill Clinton y Borís Yeltsin en 1996 cerró su base y le dejó sin empleo.

Pero entonces el antiguo enemigo acudió al rescate. Una empresa estadounidense le dio trabajo, la tarea de reparar y mantener la maquinaria pesada de las bases militares de ese país en varias partes del mundo. Aprendió inglés y después del 11-S se encontró ayudando a los norteamericanos a prepararse para la guerra en Afganistán. En 2005 pasó a Irak, donde confraternizó y bebió con los soldados estadounidenses en el Campamento Victoria de Bagdad. “Un día, un oficial americano me dijo: ‘Si te hubiera visto hace 15 años, te habría matado’. Yo me reí”, recuerda Nikolái, “y le dije: ‘¡No, yo te habría matado a ti!”.

 

@SantiGurtubay

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