La Columna Por Gerardo García

La sangre llegó ya al río

Lamentablemente no podía esperarse que algo así no sucediese. En tanto un grupo de particulares se adueñan de las calles y se asumen como autoridad, algo malo habrá de suceder. Y así ha sucedido. Dos muertos van hasta el momento derivados del conflicto entre Uber y el sindicato de taxistas más poderoso del país: el de Cancún.

La semana pasada un grupo de taxistas detuvo –arbitrariamente, hay que decir- a un vehículo que se encuentra integrado a la plataforma Uber en una de las principales avenidas del destino turístico insignia de México. Los taxistas, agremiados en el Sindicato de Taxistas “Andrés Quintana Roo”, lo pararon con la intención de golpearlo y, como lo han hecho ya en decenas de ocasiones en ese polo turístico, destrozarle el carro. En medio del forcejeo con el operador de Uber, a mitad de una avenida sumamente transitada, dos choferes del sindicato fueron arrollados por un autobús y uno de ellos murió. El conductor del Uber trató de huir y fue alcanzado y obligado a chocar contra una pared metros adelante. Vale decir que este joven, que fue detenido en ese momento, ya fue liberado por el Ministerio Público al no habérsele acreditado responsabilidad alguna en el incidente. Y no es el primer muerto en este conflicto. Unos meses atrás, un joven conductor de Uber que era perseguido por taxistas se volcó y murió.

Muertes que no tendrían que suceder si no se consintiera la impunidad.

La oposición gremial a este servicio es de esperarse en los destinos turísticos. Los sindicatos de taxistas son sumamente poderosos –Los Cabos, Cancún, Vallarta, son ejemplos claros- y están mucho más organizados que sus similares en ciudades como la de México, Monterrey o Guadalajara. El negocio es multimillonario y es factor fundamental en la resistencia de los taxistas a otras opciones de transporte. Sin embargo, el daño que han generado con sus movimientos de protesta a destinos turísticos está documentado. Baste recordar lo que le costó a Los Cabos el conflicto que sostuvieron taxistas con transportadoras privadas.

La situación es compleja. La ley en vigor, que se aprobó durante el sexenio de Roberto Borge, incluye un artículo que prohíbe la operación de servicios de transporte que no se encuentren regulados. Fue hecha en específico para proteger a los taxistas de la que era una inminente llegada de Uber al Caribe mexicano, con lo que ello representaba en negocio, y no ha sido a la fecha modificada. Los vehículos de esta plataforma han operado mediante un esquema que termina siendo negativo: regularmente son detenidos por unidades de la autoridad estatal responsable del transporte, y deben pagar multas que rondan los 60 mil pesos. En julio de este año habían pagado más 119 millones de pesos. El asunto es que el gobierno estatal se defiende argumentando que cumple lo que la ley le exige. Y ningún partido político se atreve en las cercanías de la elección a modificar una ley que afecte a los poderosísimos sindicatos de taxistas que operan en el filón de oro que representan los millones de turistas.
El peor de los mundos, pues.

“No nos oponemos a la competencia de Uber”, me comentaba un directivo de la segunda empresa de transporte privado que mueve más pasajeros en el aeropuerto de Cancún. “El asunto es que deben sujetarlos a las mismas reglas del juego que a los demás competidores”, refería. Esa es la opinión de empresas de transportación privada que han debido enfrentar de igual manera a los sindicatos.

Y en efecto también tienen razón. La única solución es modificar la ley para beneficiar al consumidor. De otra manera, la sangre seguirá llegando al río.

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