¡La reina Isabel II ha muerto! ¡Viva el rey Carlos III!

Isabel II, la reina de los Sex Pistols. Carlos III, toda una vida para ser rey. La primogénita de Jorge VI e Isabel Bowes-Lyon, nacida en Londres el 21 de abril de 1926, supo seducir a Winston Churchill, Margaret Thatcher, Tony Blair o Boris Johnson…

EL BESTIARIO

POR SANTIAGO J. SANTAMARÍA GURTUBAY

En su residencia de Balmoral y rodeada por toda su familia Isabel II ha fallecido a los 96 años, según anunció este 8 de septiembre el Palacio de Buckingham. Este día se conmemora la festividad de la Virgen de Arrate de mi ciudad natal de Éibar, en el País Vasco, España. La salud de la monarca más longeva y popular del Reino Unido comenzó a declinar desde que muriera, en abril de 2021, su esposo Felipe de Edimburgo. La monarca pudo presenciar en primera persona las celebraciones en todo el país el pasado julio por sus 70 años de reinado —el Jubileo de Platino—, e incluso estuvo en condiciones, esta misma semana, de recibir en su residencia escocesa al primer ministro saliente, Boris Johnson, y de encargar a su sucesora, Liz Truss, la formación de un nuevo Gobierno en su nombre. Era el decimoquinto primer ministro que recibía una monarca que ha sido parte fundamental de la historia británica de la segunda mitad del siglo XX y de las dos primeras décadas del XXI. A pesar de las tormentas y contratiempos vividos por la Casa de los Windsor durante este tiempo, la popularidad de Isabel II se mantuvo robusta hasta el final de lo que los historiadores definen ya como la “segunda era isabelina”.
Fueron necesarias décadas de templanza, moderación, aprendizaje, torpezas corregidas y un anacrónico pero necesario sentido del deber para que Isabel II fuera la parte indispensable del paisaje de la que ningún británico estaba dispuesto a prescindir. Ella fue la razón de que una artista tan gamberra y provocadora como Tracey Emin, cuya obra de arte más conocida es una cama revuelta con las sábanas manchadas, se declarara una “monárquica secreta”. O de que Vivienne Westwood, la diseñadora británica de moda asociada a la estética del punk y de la new wave, declarara, como millones de mujeres en todo el mundo, ser “muy fan” de la reina.
Isabel II, el símbolo universal de lo que representa una casa real europea, fue la demostración más evidente de que la supervivencia de la institución monárquica depende siempre de la personalidad de quien ostenta la corona. Y la suya fue una combinación perfecta de tradicionalismo, invisibilidad, liturgia, modernidad en pequeños sorbos y una delicada neutralidad constitucional que logró el respeto de los 15 primeros ministros, conservadores y laboristas, que gobernaron en su nombre. Clement Attlee, el socialdemócrata que construyó el estado del bienestar en el Reino Unido y quitó a los suyos las ganas de flirtear con los sentimientos republicanos, escribió que “todos los monarcas, si están preparados para escuchar, adquieren a lo largo de los años un considerable inventario de conocimiento sobre los hombres, y sobre los asuntos humanos. Y si tienen además buen juicio, son capaces de ofrecer buenos consejos”. Setenta años de reinado proporcionaron a Isabel Alejandra María, la primogénita de Jorge VI e Isabel Bowes-Lyon, nacida en Londres el 21 de abril de 1926, la experiencia suficiente para seducir y granjearse el respeto de egos descomunales como Winston Churchill, Margaret Thatcher, Tony Blair o Boris Johnson.
El tiempo jugó a favor de Isabel II, porque a medida que fueron pasando las décadas de su reinado, la monarquía británica fue perdiendo sus poderes discrecionales para convertirse en una institución más reglada y limitada. Heredó un imperio y se convirtió a los 25 años en la clave de bóveda de su arquitectura constitucional. Acabó siendo la representación visible y el anhelo de estabilidad y unidad de un país fragmentado. Con sus poderes ampliamente reducidos, pero con una influencia sobre el devenir de los británicos difícilmente alcanzable por cualquier figura política. En 1956, con la dimisión del primer ministro Anthony Eden; o en 1963, con la dimisión de Harold Mcmillan, la reina pudo ejercer su poder de designar un sucesor. En 1965, al imponer el Partido Conservador su propio método de elección interna de líder, quitó a la monarca esa prerrogativa. Afortunadamente, sugirieron los historiadores. “La monarquía se benefició de todas estas restricciones en los poderes de la reina, porque todo ejercicio de discreción tiende forzosamente a ser polémico”, defendía el profesor Vernon Bogdanor, el constitucionalista británico más prestigioso, en la conferencia que impartió en el Gresham College en 2016 para celebrar los 90 años de Isabel II.
El 6 de febrero de 1952, Jorge VI murió en la cama, a los 56 años. El hombre cuya tartamudez y ataques de ira le prefiguraban como un rey imposible; el joven que lloró en los hombros de su madre cuando el destino le impuso una responsabilidad inesperada; el monarca que se granjeó el respeto de los británicos al sufrir junto a ellos, en Londres, el bombardeo alemán de la II Guerra Mundial, había dispuesto que su primogénita, Isabel, tuviera la preparación constitucional para ser la reina que él nunca pudo tener. No solo aprendió de tutores particulares como el rector del prestigioso y elitista colegio de Eton, Henry Marten, los usos y costumbres parlamentarios de Gran Bretaña —como comprobaron con asombro varios de los primeros ministros con quienes despachó—, sino que memorizó de principio a fin la biblia a la que también se aferraron su abuelo, Jorge V, y su padre, para entender el difuso pero trascendental papel de la corona británica: The English Constitution (La Constitución Inglesa), el ensayo escrito por Walter Bagehot, legendario director del semanario The Economist. Defendía Bagehot que la Constitución —no escrita— de Inglaterra (en 1860 todo lo británico era inglés, y todo lo inglés, británico) tenía dos ramas: la solemne y la eficaz. Al Gobierno, al Parlamento y a la Administración correspondía la segunda. A la Monarquía, “que simbolizaba al Estado a través de la pompa y la ceremonia”, le correspondía la primera.
Isabel II accedió al trono lejos del Reino Unido. Se enteró de la muerte de su padre en Kenia. Realizaba la primera etapa de una larga gira junto a su esposo, el duque de Edimburgo, por varios países de la Commonwealth. En la noche anterior, dormían ambos sobre la copa de una gigantesca higuera en el Parque Nacional de Aberdare. “Por primera vez en la historia de la humanidad, una joven subió a un árbol como princesa y bajó al día siguiente como reina”, escribió el naturalista británico Jim Corbett, que se hospedaba por entonces en el mismo hotel. La noticia cambió su vida, pero, a diferencia de Jorge VI, ya estaba preparada para su destino. “Ante todos vosotros declaro que mi vida entera, sea larga o corta, estará dedicada a vuestro servicio, y al servicio de la gran familia imperial a la que todos pertenecemos”, había dicho la princesa por radio desde Ciudad del Cabo, en Sudáfrica, un 21 de abril de 1947, al cumplir 21 años. Esa “familia imperial” se ha ido disolviendo durante los años más en una comunidad cultural y sentimental de naciones que en una organización internacional con voz y peso propio. Pero ha sido sobre todo la figura de Isabel II la razón última para que países como Canadá o Australia, de naturaleza republicana, mantuvieran a la reina como su jefa de Estado.
La Casa de los Windsor ha tenido sus abundantes raciones de drama. Y entraba dentro de lo normal que el drama familiar se convirtiera en nacional. Como la abdicación de Eduardo VIII, más tarde el duque de Windsor, por su amor a la divorciada estadounidense Wallis Simpson. O el romance imposible de la princesa Margarita, hermana de la reina, con el capitán Peter Towsend, héroe de guerra. En ambos casos, Isabel II pudo poner orden de acuerdo con las rígidas reglas heredadas de la institución monárquica. El terremoto de Lady Di empujó a la reina y al palacio de Buckingham a una dimensión desconocida: el drama ya era global, y la monarca se vio obligada a lidiar con un concepto hasta entonces desconocido para ella: la cultura popular. Fue el 24 de noviembre de 1992, en un discurso en el que celebraba los 40 años de su ascensión al trono, cuando Isabel II definió aquel año como ‘annus horribilis’. Vistas en perspectiva, las desgracias de aquellos meses casi despiertan un sentimiento de ternura, comparadas con lo que vendría años después.
En 1992 se divorció el príncipe Andrés de su esposa, Sarah Fergusson. Treinta años después, su madre se vería obligada a pagar de su bolsillo parte de los más de 14 millones de euros que el duque de York tuvo que desembolsar para poner fin al oprobio de una acusación de abusar sexualmente de una menor. En 1992, se airearon a través de libros o filtraciones a la prensa las infidelidades de Diana de Gales y de Carlos de Inglaterra. Cinco años después, la muerte de Lady Di puso en jaque todo el mundo construido alrededor de Isabel II. En 1992, la isla de Mauricio eligió abandonar la Commonwealth y convertirse en República. Veintidós años después, Escocia llevó hasta el precipicio, con un referéndum de independencia, al Reino Unido. Y dos años más tarde, el Brexit hundió al país en una crisis de identidad de la que apenas ha comenzado a recuperarse.
Isabel II estuvo presente en todos esos momentos. Discreta, a la hora de afrontar las desgracias familiares. Neutral, frente a la amenaza de fragmentación de su reino. “Espero que los votantes piensen cuidadosamente en su futuro”, se limitó a decir antes de que los escoceses se pronunciaran. Dice mucho sobre el respeto a su figura el hecho de que la propuesta de independencia del Partido Nacional Escocés de Nicola Sturgeon contemplara desde el primer momento que Isabel II continuara siendo la reina del nuevo país. Su verdadera prueba de fuego no fueron ni las sucesivas crisis económicas que le tocó afrontar, desde su papel institucional, ni las guerras, ni el malestar social de los años setenta, ni el terrorismo del conflicto norirlandés. Su momento más delicado fue la muerte de Lady Di, cuando la voluntad de mantener en la esfera privada el duelo familiar —y su evidente escaso apego hacia la “princesa del pueblo”— chocó de bruces con un sentimiento popular de dolor que rozó la histeria, y culpó sin matices al palacio de Buckingham del desdichado final de quien hubiera podido ser ella misma reina.
El proceso de despertar y de redención de Isabel II quedó inmortalizado en la memoria de todos los que vieron The Queen (La Reina), la magistral película de Stephen Frears con la también magistral interpretación de Helen Mirren. Aquel momento en que la reina decidió finalmente regresar desde Balmoral (Escocia) a Londres, y recorrer a pie el manto de flores que miles de ciudadanos habían dejado frente a la verja del palacio de Buckingham, ha permanecido en la historia como el instante en que Isabel II se reconcilió con un pueblo que no renegaba de ella, sino que esperaba un mínimo gesto para perdonarla. Lo contó Robert Lacey en su libro Monarquía: La Vida y Reinado de Isabel II: “Vestida de negro, mientras recorría la larga fila de ciudadanos dolientes, una niña de 11 años le ofreció cinco rosas rojas. ‘¿Quieres que las coloque junto a las otras?’, preguntó la reina. ‘No, majestad. Son para usted”, replicó la pequeña. “Escuchamos cómo la gente comenzaba tímidamente a aplaudir’, recordó uno de los ayudantes de palacio. ‘Y recuerdo que pensé: ¡buuf!, todo sigue en orden”.
Isabel II tuvo la virtud, a medida que avanzaba su reinado, de transmitir a los británicos, con su mera presencia, con su cumplimiento estricto del papel que le correspondía, esa sensación de que “todo estaba bien”. Aunque no lo estuviera. Sobre todo, porque no siempre supo gestionar correctamente los desmanes de los miembros de su familia. O no siempre le correspondieron sus descendientes con el respeto debido. Aguantó hasta que resultó inaguantable la sórdida amistad de su hijo Andrés —el favorito, según han afirmado durante décadas los medios británicos— con el millonario pederasta estadounidense Jeffrey Epstein. Y solo decidió despojarle de títulos y honores, y apartarlo de la vida pública, cuando su proximidad se convirtió en un peligro para la institución. O decidió también despojar de rango y privilegios a su nieto Enrique cuando desde la distancia estadounidense emprendió una campaña de acusaciones de abuso y de supuesto racismo contra su esposa, Meghan Markle. Ni una palabra de la reina en uno u otro caso. No existe ni una entrevista de la monarca durante 70 años de reinado. Las dio su esposo, el príncipe Felipe de Edimburgo, fallecido el 9 de abril de 2021. Las dieron sus hijos Carlos o Andrés. Las han dado sus nietos, Guillermo o Enrique. Isabel II fue a la vez un libro abierto y un misterio. Simple en sus aficiones: la naturaleza, la caza, y sobre todo los caballos. Simple en sus rutinas: terminó cada día de su vida con una breve anotación en un diario de lo realizado durante la jornada, pero, salvo que la historia arroje una sorpresa, sin grandes reflexiones ni juicios de valor sobre aquello de lo que escribía.
Fue uno de los actores principales del gran teatro del mundo, representando el papel que de ella esperaban miles de millones de espectadores. Recibió a 12 presidentes de Estados Unidos, a centenares de dignatarios internacionales, y se reunió con cuatro Papas. La cabeza de la Iglesia Anglicana, que rezaba cada noche antes de acostarse y era una creyente devota, vio evolucionar con los tiempos la doctrina que comandaba al aceptar divorcios, o consagrar mujeres y homosexuales. La primera vez que Isabel II encargó la formación de un Gobierno en su nombre a un primer ministro más joven que ella fue en 1997. Era el laborista Tony Blair. Cuando accedió al trono, en 1952, no habían nacido ni la recién nombrada primera ministra Liz Truss, ni Boris Johnson, ni David Cameron ni el propio Blair. Si la joven reina admiró y escuchó con humildad los consejos de Winston Churchill, con los años fue ella la que pudo aconsejar desde su propia experiencia a muchos políticos víctimas de ese mal tan propio de la profesión, el adanismo. La creencia de que la historia comienza con ellos.
Aunque la mayoría de ellos dieron a la monarca el papel que le correspondía. Anthony Eden compartió con ella los planes secretos de aquella catástrofe que supuso en 1956 la invasión del canal de Suez. Y Margaret Thatcher la mantuvo al tanto de la Guerra de las Malvinas contra Argentina. El papel de la reina fue en todo momento el de expresar sus dudas o preocupaciones a través de preguntas, y para la historia ha quedado la convicción generalizada de que a Blair, en alguna de las audiencias previas a la invasión de Irak, le preguntaría si no merecía la pena dar algo más de tiempo a la iniciativa y buscar el respaldo de la ONU que nunca se obtuvo. El reinado de Isabel II fue la imagen constante de una pareja cómplice e inseparable. Felipe de Edimburgo fue la única persona capaz de cantar a la reina las verdades del barquero, y de arrancarle en público la mayor de las sonrisas. “Ha sido, simplemente, mi fuerza y mi apoyo durante todos estos años (…) y tengo con él una deuda mucho mayor de la que nunca me reclamará, o de la que nunca nadie sabrá”, dijo de su esposo en 1997, al cumplir sus bodas de oro.
El periodista español Rafa de Miguel, corresponsal de EL PAÍS para el Reino Unido e Irlanda, desde la CNN+ en EE UU, cubrió el 11-S, escribía ya de madrugada, este viernes… “Cuando el 17 de abril de 2021 los británicos vieron a su reina sola, de negro, embozada en una mascarilla, velando el féretro del duque de Edimburgo en la capilla del Castillo de Windsor, muchos percibieron el fin de una era. Por entonces, Isabel II llevaba más de un año confinada en ese castillo, junto a su esposo. Su agenda pública se había reducido drásticamente, y la incrementada presencia en primera línea de Carlos de Inglaterra, su hijo y heredero, o del príncipe Guillermo (segundo en la línea de sucesión) y su esposa, Kate Middleton, hacía pensar que la monarca iba entregando poco a poco el testigo a otra generación. Pero la pandemia concluyó, e Isabel II fue incrementando su actividad oficial a medida que se acercaba la gran celebración del Jubileo de Platino, en 2022. La promesa de servicio a sus ciudadanos hasta el final de sus días llevaba implícita la idea de que un monarca británico solo abandona el trono cuando fallece. Los últimos años de la reina estuvieron plagados de rumores sobre su retirada de la vida pública y la decisión de dar vía libre al reinado de su hijo Carlos. Nunca se confirmaron…”. Carlos III, toda una vida para ser rey. El hasta ahora príncipe de Gales, que ha expresado su opinión sin cortapisas sobre todos los grandes asuntos de su tiempo, deberá aprender a mantener la neutralidad que practicó su madre. Isabel II, la reina del siglo pop. De baratijas irónicas a obras de cientos de miles de euros, pasando por el subversivo himno de los Sex Pistols, la imagen de la reina ha traspasado todos los estratos de la cultura popular.
Los presidentes priistas Luis Echeverría y Miguel de la Madrid descubrieron que su alteza se atrevió a compartir un té con el ‘enemigo’ Cuauhtémoc Cárdenas, fundador del PRD. Todos querían ser agentes de inteligencia como Graham Green y ‘Nuestro hombre en la Habana’… De acuerdo con los archivos que fueron desclasificados de la extinta Dirección Federal de Seguridad (DFS), y que están disponibles en Archivo General de la Nación (AGN), se encontró que los espías mexicanos seguían paso a paso los viajes que la reina Isabel hiciera a México en 1975 y 1983. Luis Echeverría y Miguel de la Madrid eran presidentes y tuvieron información de todo el recorrido ‘british’ en su paso por el Caribe y Pacífico mexicanos. De los 3.201 archivos del CNI (Centro Nacional de Inteligencia) de la Cuarta Transformación de Andrés Manuel López Obrador, AMLO, la recientemente viuda Isabel tiene personalizada una carpeta de sus andanzas por nuestra geografía. Los agentes británicos al “Servicio de su Majestad, MI5 y MI6, ubicados en Thames House, en Millbank, Londres, deben tener informes de las tres visitas oficiales de la Realeza Inglesa a nuestro país, con flemáticos apuntes.. Corría el año 1964 cuando Felipe realizó una visita en solitario al país azteca en calidad de “embajador extraordinario”. Bajo la invitación del también presidente priista Adolfo López Mateos, el príncipe disfrutó durante su estadía de una presentación especial de ballet folclórico en el Palacio de Bellas Artes, participó en un torneo de polo e incluso portó el traje de charro.
Acompañado de su esposa, nuevamente visitó territorio mexicano nueve años más tarde. La pareja arribó a la ciudad de Cozumel, Quintana Roo el 24 de febrero de 1975 y juntos recorrieron localidades de los estados de Yucatán, Guanajuato, Veracruz y el entonces Distrito Federal. Tras llegar en el yate real Britannia y conocer las playas del Caribe Mexicano, la pareja viajó a la capital mexicana para reunirse con el presidente Luis Echeverría (1970-1976), quien organizó una cena de estado para ellos. “Los mexicanos son alegres. Me di cuenta por la forma festiva en que actuaban en las vallas, por la música -que no tuve oportunidad de escuchar bien- y por el bullicio”, declaró la Reina Isabel II. Por su parte, el Duque de Edimburgo bromeó con reporteros sobre cómo en esta ocasión no podría jugar polo. “Ahora no hay tiempo. Esta visita es oficial y el horario está completo”, publicó el diario El Universal. Tras esta visita oficial, la primera en la historia que realizaron integrantes de la monarquía británica a México, regresaron 10 años más tarde. Entre el 17 y 25 de febrero de 1983, la pareja recorrió la costa del Pacífico mexicano a bordo del yate Britannia. Los integrantes de la monarquía llegaron a Acapulco, Guerrero y comenzaron un recorrido por los puertos de Lázaro Cárdenas, Puerto Vallarta y La Paz. Durante su estadía se reunieron con los gobernadores de Michoacán y Jalisco y conocieron la Catedral de Nuestra Señora de La Paz, las islas Jacques Cousteau y la laguna Ojo de liebre. La DFS dio cuenta sobre la visita que realizó Isabel II al puerto de Lázaro Cárdenas, recibida por el entonces gobernador de Michoacán, Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, y de ahí abordó un autobús para hacer un recorrido por las instalaciones de Altos Hornos de México (Sicartsa). “En el trayecto aproximadamente mil personas saludaron a la monarca. No se registró incidente ni protesta…”, redactaron los agentes secretos.
Los ‘James Bond’ espiaron a líderes comunistas del país latinoamericano que se oponían a la visita de Isabel II de Inglaterra. Un documento revela que se vigilaron a “dirigentes locales” de cinco organizaciones comunistas que “calificaron como visitantes indeseables” a los inquilinos del Palacio de Buckingham. Esta vigilancia se realizó en la ciudad costera de Acapulco, en el sureño estado de Guerrero. Abel Salgado, del Partido Socialista Unificado de México (PSUM), tenía previsto boicotear la ceremonia de recepción y su partido estaba organizando “un mitin en repudio por tal visita”. El líder comunista creía que, con esta visita, México se exhibía ante América Latina “como un aliado del Imperialismo Inglés”, país que retuvo “por la fuerza” el control de Las Malvinas en la guerra contra Argentina sucedida el año anterior. “Nuestro país se exhibe como incongruente en su política exterior, en virtud de que en los Foros Internacionales defendió al pueblo argentino sobre su reclamo legítimo de su soberanía de Las Malvinas y ahora el Gobierno prepara una recepción a los representantes del colonialismo”, había criticado Salgado. “Si el pueblo de Acapulco tiene dignidad, debe rechazar la invitación para que acuda a recibir con todos los honores a los soberanos de un país belicista”. Mario Navarrete, líder local del Partido Mexicano de los Trabajadores (PMT), “calificó de indeseables” a la monarca y al duque porque “México no reconoce los títulos nobiliarios” desde la Presidencia de Benito Juárez (1858-1872). Edgar Hernández, del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), tenía la intención de convocar “una marcha por diferentes puntos de la ciudad para mostrar su inconformidad con la decisión del Gobierno mexicano de recibir a los representantes ingleses”. Este dirigente comunista opinaba que el Gobierno federal, presidido por Miguel de la Madrid (1982-1988), debía “revocar su determinación de recibir oficialmente a los monarcas ingleses y declararlos como visitantes indeseables” para “mostrar su solidaridad con el pueblo argentino”. Y el Partido Socialista de los Trabajadores (PST) exigía a De la Madrid que recibiera “con todos los honores” a los “gobernantes de los países socialistas como Cuba, la URSS (desaparecida Unión Soviética), Yugoslavia y China”.
Nada del México posrevolucionario asombró al escritor y espía británico Graham Greene, quien visitó el país en la primavera de 1938 con el objetivo de documentar cómo el gobierno de Lázaro Cárdenas perseguía a las comunidades católicas en Tabasco. En cuanto pisó Tabasco, se lo comieron vivo los jejenes y los zancudos. Luego, para recorrer el estado, se vio obligado a transportarse en mula, pero para su mala suerte, durante sus primeros días de viaje, sus lentes se cayeron y fueron aplastados por la mula. Una muy mala noticia para alguien que no veía nada sin sus anteojos. Y por si esos infortunios no hubieran sido suficientes, después contrajo una disentería que lo torturó día y noche. Tuvo fiebre, inflamación del intestino, dolor abdominal y una diarrea igual o más imprudente que los mosquitos. Después de las picaduras, los anteojos hechos trizas y los constantes viajes al retrete, Greene desarrolló una diatriba inclemente sobre México. Bajo el sello londinense Longmans, publica un libro que titula ‘Los caminos sin ley’, en el cual describe a México como una tierra brava donde la violencia lo rige todo. “¡Cada que haces dinero, estalla una revolución!”.
El escritor estadounidense Ernest Hemingway bromeaba sobre la idea romántica de que, en el siglo XX, todo mundo quería ser espía o escritor. Graham Greene fue las dos cosas. Mientras el planeta se convertía en una bomba de tiempo ante la escalada de los totalitarismos, Greene se dedicó a viajar fuera de Europa bajo las órdenes del gobierno inglés. Visitó Sierra Leona, Liberia, Cuba y, por supuesto, México. Aquí llegó para constatar que Tata Cárdenas -quien entonces era visto mundialmente como un líder de tintes comunistas, sobre todo en Estados Unidos- aún llevaba a cabo una persecución religiosa que había tenido sus orígenes más de 80 años atrás, durante las Leyes de Reforma, cuando Benito Juárez proclamó la separación de la Iglesia y el Estado, iniciando así el confiscamiento de todas las propiedades eclesiásticas. En Tabasco no había curas, las iglesias estaban cerradas y estaba prohibido oficiar servicios religiosos. Greene llegó para documentar todo eso porque era un católico ferviente. Pero no olvidemos que él nació protestante: se convirtió al catolicismo hasta que cumplió 22 años. Y con esto se comprueba que, a veces, los conversos suelen ser más papistas que el Papa.
El inglés Graham Green escribió ‘Nuestro hombre en La Habana’ (Our Man in Havana). Es una novela policial, publicada en 1958. Está ambientada en Cuba de fines de la década de los años 50, en plena Guerra Fría y poco antes de la Revolución Castrista, que ya se adivina. El protagonista es James Wormold, representante de Phastkleaners en Cuba, vendedor de aspiradoras, abandonado por su esposa y que sólo desea tener una vida tranquila con su hija adolescente de dieciséis años y cuya única preocupación es tener el dinero suficiente para pagarle todos sus caprichos y llevarla algún día de regreso a Inglaterra. Esta obra en parte es una crítica al servicio secreto británico por la ineptitud y la poca profesionalidad tanto de los mandos medios como de los jefes de la organización. Está ambientada en la capital de Cuba, “en una fecha indeterminada del futuro”. Todavía gobernaba Fulgencio Batista, pero ya había un movimiento guerrillero. Bajo la influencia estadounidense, la ciudad creció y se enriqueció con numerosos edificios. Se construyen suntuosos hoteles, casinos y espléndidos clubes nocturnos. Ejemplos notables de estas construcciones son el edificio Focsa y los hoteles Habana Hilton -hoy Habana Libre- y el Nacional.
En la Cuba prerrevolucionaria, el agente Hawthorne (Noël Coward), del Servicio Secreto Británico de Inteligencia, recluta a un vendedor de aspiradoras llamado James Wormold para que lidere su célula de espías británicos en La Habana. No obstante, en vez de alistar a sus propios agentes, este último se limita a crear varios espías ficticios, inspirándose en personas a las que solo conoce de vista. Al mismo tiempo, “descubre” una supuesta plataforma de lanzamiento enemiga en territorio cubano, de la cual obtiene unos “planos” que son en realidad un simple dibujo de una de sus aspiradoras. Mediante estas artimañas, Wormold intenta hacerse pasar por un agente extremadamente valioso, con objeto de percibir un mejor sueldo que también le permita sostener el lujoso estilo de vida de Milly, su hija manirrota, despilfarradora… Cuando sus engaños acaban convirtiéndolo en un espía importante, el Servicio Secreto Británico le asigna una secretaria personal, Beatrice, así como un radiotelegrafista, para que le brinden apoyo adicional en sus “operaciones”.
Con su presencia en La Habana, ambos agentes ponen en riesgo la fachada de espía de Wormold, cuya información inventada comienza paradójicamente a hacerse realidad; al interceptar sus telegramas, los agentes enemigos los toman por auténticos y deciden actuar contra su imaginaria célula de espías. En consecuencia, uno de sus “agentes” es asesinado y él mismo se convierte en un objetivo. Sabiéndose en peligro mortal, Wormold le confiesa todas sus mentiras a su secretaria para salvar su propio pellejo, por lo que sus superiores del Servicio Secreto Británico descubren la farsa y reclaman su presencia en Londres. Acto seguido, estos divulgan una historia falsa con la que encubren las tretas de su subordinado, atribuyéndole méritos inexistentes para evitar que su propia reputación quede en entredicho. Gracias a la falsificación de su hoja de servicio, Wormold se libra finalmente de cualquier sanción y es condecorado con la Orden del Imperio Británico, como recompensa por sus “logros”.
La esposa y adúltera oficial del príncipe heredero y hora rey Carlos III, la reina Camilla, revierte las encuestas de popularidad en las que era penalizada por su rivalidad con la ‘asexuada’ Diana de Gales. La reina Isabel II permitió a su hijo Carlos de Inglaterra ‘poner los cuernos’ en el Palacio de Buckingham… Se conocieron cuando eran dos veinteañeros y la atracción fue instantánea, según el relato que a lo largo de los años han venido desgranando allegados de Carlos de Inglaterra y de la que hoy es su segunda mujer, Camilla, duquesa de Cornualles. La pareja de septuagenarios festeja este 9 de abril sus tres lustros de casados. Y, quizás en privado, también las casi cinco décadas de una relación con intermitencias, pero muy sólida, que sobrevivió a sus respectivos e insatisfactorios matrimonios con otros cónyuges hasta convertirlos en los amantes-protagonistas de una de los grandes culebrones de la monarquía inglesa contemporánea. El grueso del público británico mira hoy por encima del lejano ‘Dianagate’ y, aún más en tiempos del COVID-19, celebra benévolo que el heredero de la corona haya superado el periodo de aislamiento al que le obligó el leve contagio del virus para reunirse de nuevo con la mujer de su vida.
Por razones de prevención médica la pareja permanece recluida en su querido rincón escocés de Birkhall, el mismo donde pasaron su luna de miel tras una boda consagrada por la Iglesia de Inglaterra, todo un hito al ser ambos divorciados por causa de adulterio. Aquel 9 de abril de 2005, la mujer a la que en su día Diana de Gales denunció como “la tercera persona” en su matrimonio con Carlos desembarcaba en la familia real para quedarse. El heredero de la corona se puso al mundo y a su madre monarca por montera al desposar a Camilla en una modesta ceremonia en un juzgado de Windsor. Hasta Isabel II, tan opuesta inicialmente al enlace, acabó brindando por el futuro de la pareja en el ágape posterior en el castillo de Windsor ante ochocientos invitados.
Por aquel entonces solo un 7% de los británicos sondeados por YouGov aceptaban la idea de una Camilla reina, ante el supuesto de la muerte de Isabel II y la consiguiente ascensión al trono de Carlos. Hace pocos meses, en cambio, un 55% de los consultados por la misma empresa ya aceptaban la idea de Camilla como reina “consorte”, y solo un 32% exigía relegarle a un título inferior, aunque siempre subrayando su papel de compañera del ocupante del trono. Se dice que el tiempo lo cura casi todo, pero ese cambio obedece sobre todo a una cuidadosa coreografía diseñada desde palacio para reemplazar la imagen de “rottweiler” (acuñada por Lady Di sobre su rival) por la de una dama que ejerce de soporte del príncipe y es casi tan trabajadora como él. Camilla preside hoy nueve decenas de organizaciones benéficas y cada año suma centenares de actos públicos. Y aunque la duquesa de Cornualles solo ocupa el undécimo lugar entre los royals más queridos por los británicos -según el último sondeo de hace un año- ha sido finalmente aceptada por la opinión pública. Ante todo porque Carlos aparece hoy a su lado como un hombre feliz y mucho más afable y relajado.
La fijación del príncipe por Camilla Shand -su apellido de soltera- data de 1972, cuando ambos se conocieron en un torneo de polo. El flechazo fue inmediato, pero ella estaba entonces comprometida con el oficial del Ejército Andrew Parker Bowles y solo entabló una breve relación con Carlos para vengarse de las reiteradas infidelidades de su novio. Acabó casándose con este militar, muy amigo de la reina madre, y se dedicó a la crianza de sus dos hijos. La amistad con el heredero se mantuvo a lo largo de los años, y acabó deviniendo de nuevo en affaire amoroso al constatar Camilla que su marido no había abandonado sus prácticas de mujeriego. El heredero, sin embargo, cortó en seco en 1981, a raíz de la “boda del siglo” que protagonizó con la jovencísima Diana Spencer en la catedral de San Pablo. Pero regresó a los brazos de Camilla cuando tuvo claro que no tenía nada en común con Lady Di y que aquel matrimonio estaba roto de facto. En 1993, un año después de que se oficializara la separación de los príncipes de Gales, salieron a la luz unas cintas que recogían las conversaciones íntimas del hijo mayor de Isabel II con su amante. Camilla -que a su vez acabó también divorciándose- se convertía a ojos del público en la “mala” de la historia, la gran culpable de las desventuras de Diana, cuya muerte en el verano de 1997 todavía ensalzó más la figura de la princesa triste en los altares de los círculos monárquicos más nostálgicos.
Ni cuando hace tres lustros se casó con el futuro rey, ni ahora a sus 75 años, Camilla ha intentado competir con el fantasma de “la princesa del pueblo’. Ni podría ni le interesa. Le basta con ser tolerada y, sobre todo, con seguir al lado de Carlos. “Amistosa, divertida, adorable”, así ha descrito la biógrafa real Penny Junor a la duquesa de Cornualles en la intimidad. Siempre se ha entendido muy bien con Carlos, entre otras cosas aficionado como ella a la vida campestre que tanto aburría a Diana de Gales, una mujer ‘asexual’. Incluso comparten la práctica del yoga, que ayudó a Camilla a dejar de fumar ante la insistencia de su marido. Muy celosa de su ámbito privado, Camilla retuvo tras casarse con el heredero una propiedad comprada en el sudoeste de Inglaterra a raíz de su divorcio de Andrew Parker Bowles (1995). A esa casa de Ray Mill, en Wiltshire, suele escaparse sola o con alguno de sus dos hijos (Tom y Laura) y sus cinco nietos. Porque ejercer de abuela y “malcriar” a los pequeños, según ha admitido, es su gran pasión en la vejez. Ella sabe que su suegra siempre le permitió su papel de querida de su hijo. Sabía que su eterno jubilado sucesor estaba ‘colgado’ con Camilla. Su piel y sus orejas aparecían estiradas tras las ‘noches de cuernos’ en la Casa de Windsor.
Enrique VIII (28 de junio de 1491-28 de enero de 1547) fue rey de Inglaterra y señor de Irlanda desde el 22 de abril de 1509 hasta su muerte. Menos conocido por los logros de su reinado que por sus seis esposas, el celebérrimo Enrique VIII de Inglaterra ha pasado a la cultura popular con una imagen con frecuencia distorsionada. Se suele recordar a sus esposas engañadas, repudiadas o ejecutadas, olvidando que el propio monarca, en su legítima ansia de tener hijos varones en quien perpetuar la dinastía, fue a menudo víctima de las malas artes de sus mujeres, de consejeros poco competentes o simplemente de la fortuna. Si bien la vida de alcoba de Enrique VIII fue fascinante y merece ser contada y conocida, no menos cierto es que poca incidencia histórica tuvo en su reinado, con la decisiva excepción de la triste historia de Ana Bolena. Cada año se depositan flores en la capilla de la Torre de Londres, para honrar la memoria de Ana Bolena, quien fuera dama de honor de Catalina de Aragón y reina de Inglaterra hasta el 19 de mayo de 1536. Rondaba la treintena cuando fue decapitada con un golpe de espada, víctima de una conspiración, acusada de adulterio por su marido, que estaba ya enamorado de la que sería su tercera esposa, Juana Seymour. Cuenta la leyenda que el fantasma decapitado de ‘La Bolena’ sigue vagando por la Torre de Londres.
En 1540, Enrique VIII volvió a casarse con Ana de Clèves para fortalecer la alianza de Inglaterra con los protestantes alemanes. Cumplidos los cuarenta y siete años se había decidido a probar fortuna una vez más alentado por un cautivador retrato de la princesa Ana de Clèves pintado por Hans Holbein el Joven, en el que aparecía una muchacha adorable de angelicales facciones. Un ‘Adobe Photoshop’. En realidad tenía el semblante marcado por la viruela, la nariz enorme y los dientes horrorosamente saltones. Además, desconocía otro idioma que no fuera el alemán y su voz recordaba el relincho de un caballo. El desdichado Enrique no pudo consumar la unión porque, según sus palabras, le era imposible vencer la repugnancia que sentía “en compañía de aquella yegua flamenca de pechos flácidos y risa destemplada”. Apenas seis meses después de la boda, la reina fue “expedida” al palacio de Richmond. Ana de Clèves fue compensada a cambio de no aparecer nunca más por la corte. Le nombraron honoríficamente “Su Gracia la Hermana del Rey”.
El caso de la siguiente esposa, Catalina Howard, tuvo un comienzo completamente opuesto. Sus avellanados ojos, sus cabellos rojizos y su figura perfecta hechizaron de tal modo al monarca que la boda fue dispuesta con una inusual celeridad. La caprichosa muchacha había sostenido relaciones amorosas con su preceptor y con varios músicos desde la edad de trece años, actividad que había continuado incluso después de su enlace con el rey. La nómina de sus amantes se incrementó por momentos y algunos galanes de la corte fueron descuartizados tras confesar sus relaciones con Catalina Howard. La reina fue tildada crudamente de “ser ramera antes del matrimonio y adúltera después de él”. El 12 de febrero de 1542 fue ejecutada en el mismo lugar que Ana Bolena y por el mismo verdugo. Con este currículum a sus espaldas, no es de extrañar que, cuando una bellísima duquesa, Catalina Carr, recibió años después a unos comisionados reales encargados de pedir su mano en nombre de Enrique VIII, ella respondiese sin pestañear: “Digan a Su Majestad que me casaría con él si tuviera una cabeza de repuesto”. Discretamente, supo proporcionar a Enrique, tras sus trágicos matrimonios anteriores, cinco años de paz y sosegada vejez.
William Shakespeare no perdió tiempo en escribir su ‘Enrique VIII’, un drama histórico. Durante una representación de ‘Enrique VIII’ en el teatro Globe en 1613, un cañonazo utilizado en efectos especiales prendió en el tejado de paja y las vigas del edificio, incendiando el teatro original hasta convertirlo en escombros. Camilla Parker es consciente que conserva aún su cuello merced a las limitaciones que imponen a la Familia Real Inglesa la Constitución del Reino Unido. No obstante ha podido constatar que sus ‘nueras’, Kate Middleton y Meghan Markle, mujeres de Guillermo y Harry, tienen mucho que ver con el mayor cisma desatado en la Familia Real Inglesa desde los tiempos de Enrique VIII, coincidente en el tiempo con el inicio a nivel mundial de la vacunación contra el COVID-19, y también en nuestro Quintana Roo, ‘en tiempos de pandemia’. William Shakespeare debe estar escribiendo nuevos capítulos sobre la renuncia, huida, entrevista y cobro en Estados Unidos del príncipe Harry y Meghan Markle con Oprah Winfrey, de la cadena televisiva CBS. Por su entrevista donde cuestionaban de racista a la Monarquía recibieron una cantidad no lejana a los 10 millones de dólares. ‘El Tesoro de Harry y Meghan’.
Esperaba, en vano, ser rey desde hace más de medio siglo y deliraba con ser Johnny Depp de ‘Sweeney Todd, el barbero diabólico de la calle Fleet’, cortando el cuello a la monarca de 96 años… El 1 de julio de 1969, el castillo galés de Caernarfon veía a un joven Carlos de Inglaterra, de apenas 20 años, ser investido heredero al trono británico. Tocado con corona, sujetando el cetro y vestido de armiño, el hijo mayor de Isabel II se convertía oficialmente y de manos de su madre en príncipe de Gales y en su sucesor. Más de medio siglo después, todo ha cambiado pero todo sigue igual. Aquel Carlos veinteañero cumplió en noviembre 73 años rodeado de sus dos hijos, sus nietos y su segunda esposa y amante desde la juventud, Camila de Cornualles. El príncipe Carlos se encuentra recorriendo Gales, la tierra que da nombre a su principado y donde fue investido, atendiendo a su añeja y ajada agenda y lanzando nuevos retratos oficiales. Para su consuelo es más que merecedor de un lugar privilegiado en el Libro Guinness de los Récords. Es nada menos que el heredero que más tiempo ha esperado por el trono de su país (desde que tenía tres años) y la persona más longeva en ostentar el título de príncipe de Gales (desde los nueve). Los psiquiatras que le atienden coinciden en diagnosticar, que quizás por el confinamiento obligado por el COVID-19, se ha convertido en un británico nada flemático y ha pasado a integrar la larga lista de los depresivos endógenos y reactivos con tendencia al asesinato, en este caso al matricidio. Razones le sobran. Su madre lleva ejerciendo el poder nada menos que 68 años. Su coronación data de 1953. Las primeras referencias históricas de matricidios datan de la Mitología Griega, del Antiguo Egipto y del Imperio Romano: Clitemnestra, esposa de Agamenón, es muerta por sus hijos Orestes y Electra; Antíoco VIII Grifo obligó a tomar veneno a Cleopatra Thea, su madre, para hacerse con el trono de Siria; en la licenciosa y decadente corte romana el emperador Nerón mando asesinar a su madre Agripina la Menor ya que esta le resultaba manipuladora y ambiciosa, pues pretendía usarlo como títere mientras era ella la que dirigía el imperio detrás de su hijo; y el emperador Vitelio asesino a Sextilia, su madre, para beneficiarse de una predicción…
El primogénito de Isabel II era un heredero muy distinto al de otros europeos, por su edad y condición. Con los últimos cambios en las monarquías del Viejo Continente, la media de edad de los herederos ha bajado y ha hecho que Carlos de Inglaterra se convierta en el mayor, con diferencia, del club. Está lejos de los 16 años de la princesa Leonor de España, de los 18 de Amalia de Holanda y de los 20 de Isabel de Bélgica. Ni siquiera pertenece a la generación intermedia, la de Victoria de Suecia, de 45 años, heredera del rey Carlos Gustavo; Federico de Dinamarca, de 54 años, que está llamado a sustituir a su madre, la reina Margarita; o la de Haakon de Noruega, de 49, que aspira a suceder a su padre, Harald, en el trono. También su historia personal, escrutada por los medios hasta la saciedad, es más compleja y convulsa. Dos matrimonios, dos hijos y una incesante exposición pública parecen, sin embargo, no pasarle factura. Tampoco los escándalos más recientes -y constantes- a los que se enfrenta, y que no parecen afectar a su imagen ni a su popularidad. Según una encuesta de noviembre, sería séptimo en la lista de rostros más queridos de la familia real británica, por detrás de sus hijos con sus esposas y de sus padres, Isabel II y Felipe de Edimburgo, y tendría el apoyo del 48% de los británicos. Él ha asegurado que, cuando sea rey, tratará de no entrometerse en asuntos políticos o delicados. “He tratado de asegurar que todo lo que he hecho ha sido político no partidista, y creo que es vital recordar que solo hay espacio para un soberano a la vez, no dos. Así que no puedes ser el mismo que el soberano si eres el príncipe de Gales o el heredero”, explicaba en una entrevista a la BBC en noviembre de 2018. “Si entrometerse es preocuparse sobre [la precaria situación] de las ciudades del interior [del país] como lo hice hace 40 años […] y las condiciones en que la gente estaba viviendo. Si eso quiere decir entrometerse, entonces estoy orgulloso”, aseguraba.
Sin embargo, los escándalos no dejan de perseguirle. Solo en los últimos meses ha sido criticado por apoyar en el pasado a un obispo que fue condenado por abuso de menores, porque una de sus fundaciones habría recibido donativos de una empresa que canaliza dinero desde paraísos fiscales y por su apoyo a la homeopatía, de cuya asociación se ha convertido en patrón. También, eso sí, se ha convertido en el primer miembro de la familia real británica en visitar Cuba, en un viaje sin precedentes encargado por el Gobierno de su país y de amplio calado histórico y político. Al discreto y eterno heredero le cuesta brillar. Desde la eternidad, no deja de sonreír su primera esposa, Lady Di. Diana de Gales (Diana Frances Spencer; Sandringham, Inglaterra; 1 de julio de 1961-París, Francia; 31 de agosto de 1997) se casó en primeras nupcias con Carlos de Gales, el anciano heredero de la Corona británica, con quien tuvo dos hijos, Guillermo y Enrique. Nacida en el seno de una familia aristócrata británica, fue la cuarta hija de John Spencer, VIII conde de Spencer, y de Frances Roche. Se crió en Sandringham House y se educó en Inglaterra y en Suiza. En 1975, después de que su padre heredara el título de conde Spencer, fue conocida como lady Diana Spencer. En 1981, se convirtió en una figura mediática, tras anunciarse su compromiso con Carlos. Su boda tuvo lugar el 29 de julio de 1981, en la catedral de San Pablo de Londres, y fue vista por más de 750 millones de personas en el mundo, gracias a los medios de comunicación. De la unión, nacieron Guillermo y Enrique, quienes eran el segundo y el tercero en la línea de sucesión al trono, en su momento. Como princesa de Gales, Diana desarrolló sus obligaciones reales y representó a la reina en viajes en el extranjero. Fue celebrada por su labor humanitaria y por su apoyo a la Campaña Internacional para la Prohibición de las Minas Antipersona. Diana fue objeto del escrutinio mundial y de la atención mediática durante y después de su matrimonio, el cual finalizó el 28 de agosto de 1996. Su vida, obra e inesperada muerte en un accidente de tráfico, acaecida el 31 de agosto de 1997, la convirtieron en un auténtico mito de la cultura británica y en un personaje extremadamente popular. Es considerada tal vez la mujer más famosa y fotografiada del mundo.
La sonrisa de Lady Di se ha convertido estos días en carcajadas, que se oyen por las noches en las oscuras calles de Londres, donde Tim Burton filmó Sweeney Todd: The Demon Barber of Fleet Street (Sweeney Todd, el barbero diabólico de la calle Fleet). Esta era una adaptación cinematográfica del musical homónimo de Stephen Sondheim y Hugh Wheeler, a su vez inspirado en la obra de teatro de Christopher Bond, a su vez basada en los asesinos en serie Bernabé Cabard y Pedro Miquelón. Diana no olvida que Carlos le ponía los cuernos, ya en pleno noviazgo, con su actual mujer, Camilla. La infidelidad contaba con el ‘placet’ de su suegra, la incombustible Isabel II o Elizabeth Alexandra Mary, nacida en Londres el 21 de abril de 1926, y del Secret Intelligence Service, más conocido como MI6. El musical de Sweeney Todd La película del musical de Sweeney Todd, dirigida en 2006 por Tim Burton, narra la melodramática historia de un barbero inglés que asesina a sus clientes con una navaja de afeitar en la época victoriana con la ayuda de su cómplice, la Señora Lovett, quien convierte sus cadáveres en pasteles de carne. El reparto cuenta con los papeles principales de Johnny Depp como Sweeney Todd y Helena Bonham Carter como la Sra. Lovett. Depp, que desconocía su habilidad para cantar, tomó lecciones en la preparación para su papel. Sin embargo, el funcionamiento vocal de Depp satisfizo a una parte de la crítica. La forma de cantar de Johnny Depp fue descrita por un crítico del New York Times como “áspero y tenue, pero increíblemente poderoso”. Otro crítico añade que, aunque la voz de Depp “no tiene tanto peso o poder”, “su oído es, obviamente, excelente, porque su tono es perfecto…”. Más allá del buen nivel mostrado, la expresividad de su canto es crucial para la representación. A pesar de la tonalidad de Sweeney, exteriormente es un hombre malhumorado, consumido por una furia asesina que amenaza con estallar cada vez que respira y se prepara para hablar. Sin embargo, cuando canta, su voz cruje y se rompe con la tristeza. Nos evoca a Carlos de Inglaterra y su Sra. Lovett, la de los pasteles de carne humana, Camilla Parker…
La seguridad de la Reina del Reino Unido, Isabel II, era reforzada cada año que transcurría sentada en trono. Sweeney y Lovett no logran disimular su ira. Pasarán a la historia, en el mejor de los casos, como los reyes jubilados o, en el peor de los casos, como el ‘Club de los reyes muertos’. “Carlos no seas pendejo. Tienes que hacer algo con madre. Somos el hazmerreír de Europa y el mundo. Yo no aguanto más…”, cuentan en La Habana que le gritaba Camila a Carlos, mientras el esposo de ‘La Cornualles’ cantaba la obra ‘Imagine’ de John Lennon, de forma áspera y tenue, pero increíblemente poderosa…”. “Imagina que no hay Cielo, es fácil si lo intentas. Sin infierno bajo nosotros, encima de nosotros, solo el cielo. Imagina a todo el mundo, viviendo el día a día… Imagina que no hay países, no es difícil hacerlo. Nada por lo que matar o morir, ni tampoco religión. Imagina a toda el mundo, viviendo la vida en paz… Puedes decir que soy un soñador, pero no soy el único. Espero que algún día te unas a nosotros, y el mundo será uno solo. Imagina que no hay posesiones, me pregunto si puedes. Sin necesidad de gula o hambruna, una hermandad de hombres. Imagínate a todo el mundo, compartiendo el mundo… Puedes decir que soy un soñador, pero no soy el único. Espero que algún día te unas a nosotros, y el mundo será uno solo…”.
El secretario de Estado de Medios de Comunicación británico, John Whittingdale, defendió que Netflix debe advertir claramente que la serie ‘The Crown’, que airea las intimidades de la Familia Real británica, es una dramatización basada en “especulaciones” sobre los hechos históricos. “Buena parte (de la serie) consiste por ejemplo en conversaciones entre Su Majestad la reina (Isabel II) y su hermana, la princesa Margarita, o entre la reina y su esposo. No creo que Netflix estuviera en la habitación en ese momento, así que inevitablemente es una dramatización”, esgrimió Whittingdale ante un comité de la Cámara de los Comunes. El ministro de Cultura, Oliver Dowden, remitió una carta a la productora estadounidense pidiendo que se incluyera un aviso explícito de que se trata de un trabajo de ficción, algo que la firma de contenido audiovisual en línea ha rechazado. Nadie respeta al British Empire, el Imperio Británico. Comprendió los dominios, colonias, protectorados y otros territorios gobernados o administrados por Reino Unido entre los siglos XVI y XX, hasta el año 1997. Ha sido el imperio de mayor extensión hasta la fecha. Durante las primeras décadas del siglo XX, abarcaba una población de cerca de 458 millones de personas y unos 35.000.000 kilómetros cuadrados, lo que significaba aproximadamente una cuarta parte de la población mundial y una quinta parte de las tierras emergidas. Extendió la tecnología, el comercio, el idioma inglés y el gobierno británico por todo el mundo. La hegemonía imperial contribuyó al espectacular crecimiento económico del Reino Unido y al peso de sus intereses en el escenario mundial. En la actualidad, países que son potencias mundiales o de una gran importancia política mundial, que son herederos del Imperio británico son: Australia, Canadá, Estados Unidos, India y Nueva Zelanda. El primero en utilizar el término Imperio británico fue el doctor John Dee, astrólogo, alquimista y matemático de la reina Isabel I, hija de Enrique VIII de Inglaterra y Ana Bolena, los histriónicos antepasados de Isabel II y su hijo Carlos, Charles Philip Arthur George.
Black Mirror, una de las series más populares de las que se incluyen en el catálogo de Netflix, sigue generando expectación por saber qué nos depararán los nuevos episodios de una de las producciones más polémicas por su contexto y contenido. La serie británica, ideada por Charlie Brooker, fue estrenada en el 2011 con ‘El Himno Nacional’. Un terrorista, quien es un artista reconocido, exige que el primer ministro británico haga el amor en televisión con una cerda, si quiere evitar la muerte de la infanta de la Familiar Real, adicta a las redes sociales y militante medio ambientalista… James Cameron, en sus tiempos universitarios, prefería a las gorrinas. Pura zoofilia, pero eso sí muy ‘british’… “Mierda. Ahora resulta que Black Mirror se ha convertido en una serie documental”, comentaba su creador. Black Mirror es una distopía que nos ofrece un futuro cercano en el que los elementos tecnológicos imperan, siendo en algunos casos bastante dramáticos. Desde lentillas que nos permiten rebobinar en el tiempo para confirmar hechos, hasta producciones energéticas en base al esfuerzo o incluso una sociedad que se base en los likes de las redes sociales para permitirnos o no coger un vuelo. La serie se estrenó con un episodio demoledor sobre un primer ministro británico forzado a practicar el sexo con un cerdo a cambio de la liberación de una popular princesa secuestrada. Aquel título, ‘El Himno Nacional’, es curiosamente el que ha suscitado mayor división entre los espectadores a lo largo de toda la singladura de Black Mirror, recuerda Brooker con orgullo. Su principal ambición -por encima de la tiranía de las audiencias- sigue siendo la capacidad que tiene su serie de generar debate sobre las incertidumbres de la sociedad tecnológica.
La televisión, gracias a sus nuevas ‘teleseries’, está viviendo un momento importante ‘enganchando’ a millones de ciudadanos. Hace poco más de un año, unos amigos vinieron al Hospital Galenia de Cancún a compartir unos momentos con nuestra familia tras el nacimiento de mi quinto nieto, Mauro, tras Amaia, Lucas, Telmo y Marcelo. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos. Nos explicaron los porqués de su ‘desaparición’: “Estamos siguiendo varias series estadounidenses a la vez…”. Hablamos, como no de Black Mirror y ‘El Himno Nacional’ donde es secuestrada una princesa de la familia real inglesa. El terrorista, quien es un artista reconocido, exige que el primer ministro británico haga el amor en televisión con una cerda… Mientras esto ocurría en nuestra ciudad de Quintana Roo, en Londres, unos días antes, se revelaba que el actual premier, David Cameron realizó, en sus años de universitario, actos sexuales con la cabeza de un cerdo. Así que llevaba algún tiempo dándole vueltas a cómo colar, un año después de su último capítulo, una reflexión actualizada sobre Black Mirror. La a realidad real, esa de ahí fuera, ha venido a echarme una mano. Porque Black Mirror, como sabemos sus seguidores más fieles, no es una serie distópica, ni mucho menos un intento de predicción futura: es una ficción retro, un relato que habla en pretérito. De hecho, el propio Charlie Brooker, asombrado por las semejanzas entre el testimonio de lord Ashcroft (quien destapó la excentricidad de Cameron) y el primer capítulo de su serie, tuiteó: “Mierda. Ahora resulta que Black Mirror es una serie documental”. Y es que ya saben el argumento de aquel ‘National Anthem’: el primer ministro británico copula con una cerda en ‘prime time’ para, siguiendo las instrucciones del terrorista, salvar a una princesa secuestrada.
Black Mirror pertenece a una ilustre genealogía a la que un reciente programa de BBC Radio 4, ‘Very British Dystopias’, otorgaba carta de naturaleza como un género tan idiosincrático como la mismísima reina o el té de las cinco. Aunque son muchos quienes han avanzado teorías sobre el origen de esta inclinación nacional por la imaginación apocalíptica, es a Robert Lee Martínez a quien debemos la aproximación más iluminadora sobre el asunto. Según cuenta en su ‘No future: The Realist Impulse in Dystopian Fictions in Britain, 1973-1987’, a la II Guerra Mundial y la amenaza de los sistemas autoritarios, catalizadores de las más clásicas distopías (que podríamos remontar al ‘Brave New World’ de Aldous Huxley o al ‘1984’ de George Orwell), les sucede en Gran Bretaña un periodo donde el optimismo de posguerra pronto se verá traicionado por repetidas crisis económicas y políticas liberalizadoras que harán concebir el presente como un tiempo distópico. La Guerra Fría y la era atómica ofrecerán el decorado a una programación que, en clave local, se llena de huelgas masivas, atentados del IRA, represión estatal, acciones de grupos paramilitares, conflictos armados y hooliganismo, todo ello en medio de la dramática desarticulación de la clase obrera. Esta es la salsa en la que, tras la crisis del petróleo del 73 y el ascenso de Margaret Thatcher al poder (1979-90), se cuecen las principales estéticas del desencanto, una new wave que traduce musicalmente el malestar del día a día (Sex Pistols, The Clash, Joy Division, The Cure) y que en otros órdenes artísticos contempla la aparición de algunos de los últimos grandes narradores de ciencia ficción (J. G. Ballard, Arthur C. Clarke, A. Burgess), los grandes gurús del cómic distópico (Alan Moore, Grant Morrison) y los directores más celebrados del cine futurista con sello de autor (Stanley Kubrick, Terry Gilliam, Ridley Scott). Hablamos del periodo que sienta las bases éticas y estéticas de estas distopías tan británicas en las que se incluye Black Mirror y de las que podríamos trazar un pequeño (e inexacto) recorrido cinematográfico en cuatro fases… La posguerra mundial y la era atómica dan lugar a la llamada ‘época paranoica’ y sus relatos ubicados en un futuro de regímenes totalitarios, apocalipsis nucleares o invasiones extraterrestres, entre los que destacan programas televisivos como ‘The Quatermass Experiment’, ‘1984’ (la primera versión cinematográfica y la adaptación televisiva), ‘Dr Wo’…
Las crisis de los años setenta y ochenta sitúan la crítica social en el centro de la imaginación distópica, con representaciones que exploran un presente alternativo donde se extreman las dinámicas cotidianas (no en vano, la segunda adaptación cinematográfica de ‘1984’ se estrena en 1984). ‘Fahrenheit 451’ (de producción británica), ‘La naranja mecánica’ o ‘Brazil’ integrarían este ilustre conjunto. Los años noventa y la primera década de los 2000 privilegian, por su parte, los efectos del cambio climático y los avances en la ingeniería genética. Recordemos que la oveja Dolly nace en 1996 y que en 2003 se presenta la secuencia completa del genoma humano, lo que motiva películas como ‘Doce monos’, ‘Veintiocho días después’, ‘Resident Evil’ o ‘Hijos de los hombres’. El último giro se produce tras la revolución de las tecnologías de la comunicación y sus repercusiones sobre la identidad personal (reaparece el cyborg), así como la crisis económica de 2008, que vuelve los ojos hacia la gobernabilidad económica y social. Aquí destacan ‘V de vendetta’ (la película), ‘Black Mirror’, ‘Ex-Machina’ o ‘Humans’ (que camina por su primera temporada), mientras podríamos preguntarnos cuántas dosis de retrodistopía política contiene ‘Juego de tronos’.
‘The Crown’ ya ha encontrado a Guillermo de Inglaterra y Kate Middleton. La quinta entrega de la serie de Netflix, que contará con Imelda Staunton en el papel de la reina Isabel II, se estrenará en noviembre y ya están confirmados los actores que interpretarán a los duques de Cambridge. “Que alguien me pellizque”, escribió la, por ahora, desconocida actriz Meg Bellamy en su cuenta de Instagram, “estoy muy emocionada de anunciar que interpretaré a Kate Middleton en la sexta temporada de The Crown de Netflix. Es un gran honor unirme a un elenco y un equipo increíble, y me esforzaré por hacerle justicia a Kate”. A estas alturas de la película (o de la serie) ya se sabe que tener un papel en The Crown es una gran oportunidad y, en muchos casos, ha supuesto una gran plataforma de lanzamiento al estrellato para actores jóvenes: fue el caso de Claire Foy (encargada de interpretar a la versión más joven de Isabel II), de Josh O’Connor (quien dio vida al príncipe Carlos en la pasada temporada) o de Emma Corrin (quien se puso en la piel de Diana Spencer). Los directores de casting Nina Gold y Robert Sterne ya han ganado fama por encontrar a talentos desconocidos capaces de convertirse en vivos retratos de los Windsor. Ahora es el turno de Kate Middleton y el príncipe Guillermo de Inglaterra.
Meg Bellamy será la encargada de interpretar a la duquesa de Cambridge antes de, precisamente, convertirse en duquesa. Según el medio británico BBC, la joven actriz consiguió el papel presentándose a una convocatoria de casting abierta a través de redes sociales, para la que envió audiciones grabadas por ella misma. Bellamy interpretará a Middleton durante su etapa como estudiante en la universidad de Saint Andrews, en Escocia, entre 2001 y 2005, cuando conoció e inició su relación con el príncipe Guillermo, mientras ambos estudiaban Historia del Arte. Su pareja en la ficción durante la sexta temporada será el también debutante Ed McVey, de 21 años. Aunque McVey no será el único príncipe Guillermo, ya que su versión adolescente la interpretará el actor Rufus Kampa, de 16 años, quien será el encargado de recrear uno de los momentos más duros de la vida del duque de Cambridge: la muerte de su madre, Lady Di.
Estos tres nombres se unen a los ya anunciados de cara a la quinta temporada que, como viene siendo tradición en The Crown, renueva a sus actores cada dos entregas para reflejar el paso del tiempo: Olivia Colman le cederá la corona a Imelda Staunton, nominada al Oscar en el año 2004 por su interpretación en la película El secreto de Vera Drake, y que será la nueva reina Isabel II. El actor Jonathan Pryce, conocido por ser el Gorrión Supremo en Juego de Tronos y el papa Francisco en la película Los dos papas, será el nuevo duque de Edimburgo. Y la actriz Lesley Manville relevará a Helena Bonham Carter en su papel de princesa Margarita, la hermana de la reina. Sin embargo, en esta quinta temporada los ojos están puestos en los actores Dominic West (The Wire, The Affair), quien interpretará al príncipe Carlos, y sobre todo, en Elizabeth Debicki, quien será la encargada de meterse en la piel de Diana, la princesa de Gales y que ya ha generado conversación en internet al filtrarse unas imágenes de la actriz emulando el momento del conocido como vestido de la venganza. La quinta temporada de The Crown se estrenará el próximo mes de noviembre. La temporada anterior dejó a los Windsor en las navidades de 1989, época en la que el matrimonio del príncipe Carlos y la princesa Diana comenzaba a desmoronarse. La quinta temporada tendrá lugar en los años noventa, un periodo especialmente trágico para la familia real británica, que incluye los divorcios de tres de los cuatro hijos de la reina (Carlos y Diana de Gales; la princesa Ana y Mark Phillips; y el príncipe Andrés y Sarah Ferguson) el mismo año que se incendió el castillo de Windsor, la entrevista de Diana de Gales en el programa Panorama de la BBC —donde pronunció la famosa frase de que eran “tres en ese matrimonio, estaba un poco superpoblado”— y su muerte en un accidente de tráfico en París que conmocionó a la humanidad.

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