Albert Camus, loco por el fútbol

El Bestiario

El Nobel de Literatura, autor de “El extranjero” y “La Peste”, aprendió en el Racing Universitario de Argel de libertad humana, justicia social, paz y eliminación de la violencia…

Santiago Jacinto Santamaría Gurtubay

El fútbol y la literatura son extraños compañeros de viaje. Casi siempre, el balompié ha sido rechazado por los intelectuales como un deporte vulgar, prosaico para tan noble arte como el de las letras. A Manuel Vázquez Montalbán, además de otras muchas cosas que no vienen al caso, hay que reconocerle la valentía de no esconder su pasión por el juego de pelota y declararse aficionado acérrimo al FC Barcelona cuando hacerlo suponía trasgredir. También a Eduardo Galeano y su Nacional de Montevideo. Y a Albert Camus. Las mismas manos que escribieron “El extranjero”, “La peste” o “El mito de Sísifo”, durante cuatro años, pararon chutes endemoniados en Argel. Quizás usted, amante de la prosa de Camus, conocía el amor del Nobel de Literatura por el fútbol. Incluso se remitirá a la famosa frase en que el escritor aseguraba que todo lo que aprendió de moral y las obligaciones del hombre se lo debe al fútbol. La afición al fútbol puede llevar implícitas muchas lecciones vitales. Si no, dígame cómo no metaforizar una victoria en el último minuto con la explosión del primer beso.

El 15 de abril de 1953, con “El Extranjero” y “La peste” ya publicadas, Albert Camus colaboraba con la revista de un equipo polideportivo universitario. En un artículo titulado “La belle époque” (La bella época, Los buenos tiempos), el escritor dejó testimonio de que “Car, après beaucoup d’années où le monde m’a offert beaucoup de spectacles, ce que finalmente je sair sur la morale et les obligations des hommes, c’est au sport que je le dois, c’est au RUA que je l’ai appris”. (“Porque después de muchos años en los que el mundo me ha ofrecido muchos espectáculos, lo que por fin sé de la moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al deporte, lo aprendí en el RUA”) La cita tiene mucha más potencia si se lee al completo. Es decir, que con cuarenta y cuatro años, sintiéndose de vuelta de todo –así se dice en mi pueblo cuando crees haber visto todo– lo que sabe de la moral y el ser humano se lo debe al deporte. En particular, al RUA. El extinto Racing Universitario de Argel es uno de los dos clubes de fútbol que podía presumir de haber tenido un Nobel defendiendo su escudo. En concreto la portería, porque Camus fue portero juvenil de este equipo durante cuatro años, de 1932 a 1936. No el único, el escritor comenzó su aventura futbolística en la Association Sportive Montpensier en 1928. No hubo fichaje y tampoco consta en ninguna crónica de que Camus fuera un buen guardameta. Galeano sí dijo que eligió colocarse debajo de los palos como consecuencia de su pobreza, así no gastaba sus botas y su abuela no le pegaba.

Casualidades, al fin y al cabo. Como el porqué del cambio de equipo. En el mismo artículo que se cita arriba, Camus confesaba no saber qué le llevó a abandonar el Montpensier. Empezó allí porque un amigo suyo, con el que iba a nadar al puerto, jugaba al waterpolo en ese club. Del campo de la ASM cuenta que tenía más huecos que la espinilla de un delantero. Ahí aprendió que nunca se sabía por dónde saldrían los balones que chutaban los rivales, como los golpes de la vida. Otra moraleja. Cuando entró la universidad, sus compañeros le hicieron ver que un estudiante debía jugar en el equipo universitario. De ahí el cambio, una simple conversación. No tuvo que explicarle a su amigo, con el que iba a nadar al puerto, el cambio de equipo porque ya no tenían relación. Por nada en especial, relata, su amigo cambió de lugar de baño.

Albert Camus viajó por toda la región en sus años de portero. Entrenaba de lunes a jueves y jugaba los partidos en fin de semana. Era titular y defendía los colores del RUA con pundonor. Esta palabra, RUA, le acompañó durante toda su vida: “Je ne savais pas que, vingt ans après, dans les rues de Paris ou même de Buenos-Ayrès, le mot de RUA, prononcé par un ami de rencontre, me ferait encore battre le coeur, le plus bêtement de monde”. (“No sabía que, veinte años después, en las calles de París o incluso de Buenos Aires, la palabra RUA, pronunciada por un amigo casual, todavía haría latir mi corazón, el más estúpido del mundo”). Es decir, que veinte años después de dejar el fútbol, cuando los argentinos hablaban de calles y compartían direcciones, la palabra seguía despertando un fuego tonto en su corazón. La tontería más grande del mundo, perjuraba. Hoy, Camus sería etiquetado de loco por el fútbol. Quizás lo estaba de verdad.

La nombrada pieza recoge recuerdos y nostalgias del escritor con su equipo, los rivales más duros a los que se enfrentó –en particular, un partido contra el Olympique de Hussein-Dey– y cuántos golpes recibía mientras despejaba balonazos a la red. Una pasión de cuatro años que nunca dejó de lado. El Racing Universitario hizo que Camus se aficionara al Racing Club de París cuando se afincó en la capital francesa, compartía nombre y vestía los mismos colores. Otra casualidad del fútbol, ya van tres. Amor sufrido, por cierto, porque el RUA llevaba en ese momento casi veinte años sin ganar un trofeo liguero. Otro artículo de la revista reconoce que esta institución fue un recién nacido de corazón débil, pero que vivió muchos años; porque si los esfuerzos de sus dirigentes se volcaban en el fútbol, no pasó de ganar tres campañas domésticas y destacó más en otros deportes como la natación. En 1962, el equipo desapareció; en 1960, Albert Camus.

Albert Camus nació Mondovi, Argelia francesa, 7 de noviembre de 1913-Villeblevin, Francia, 4 de enero de 1960). Llegó a ser un novelista, ensayista, dramaturgo, filósofo y periodista francés nacido en Argelia. Su pensamiento se desarrolla bajo el influjo de los razonamientos filosóficos de Schopenhauer, Nietzsche y el existencialismo alemán. Se le ha atribuido la conformación del pensamiento filosófico conocido como ‘absurdismo’, si bien en su texto “El enigma” el propio Camus reniega de la etiqueta de “profeta del absurdo. Se le ha asociado frecuentemente con el existencialismo, aunque Camus siempre se consideró ajeno a él. Pese a su alejamiento consciente con respecto al nihilismo, rescata de él la idea de libertad individual. Formó parte de la resistencia francesa durante la ocupación alemana, y se relacionó con los movimientos libertarios de la posguerra. En 1957 se le concedió el Premio Nobel de Literatura por “el conjunto de una obra que pone de relieve los problemas que se plantean en la conciencia de los hombres de la actualidad”. Al margen de las corrientes filosóficas, Camus elaboró una reflexión sobre la condición humana. Rechazó la fórmula de un acto de fe en Dios, en la historia o en la razón, por lo que se opuso simultáneamente al cristianismo, al marxismo y al existencialismo. No dejó de luchar contra todas las ideologías y las abstracciones que alejan al hombre de lo humano. Lo definió como la filosofía del absurdo. Fue un convencido anarquista, y dedicó parte importante de su libro “El hombre rebelde” a exponer y cuestionar sus propias convicciones, y demostrar lo destructivo de toda ideología que proponga una finalidad en la historia. 

En 1956 publicó “La caída”, y en 1957 la colección de cuentos “El exilio y el reino”. Este mismo año obtuvo el Premio Nobel de Literatura, a los cuarenta y cuatro años de edad. Camus murió el 4 de enero de 1960 en un accidente de coche cerca de Le Petit-Villeblevin, sobre cuyas causas se han publicado posteriormente especulaciones no confirmadas sobre la implicación del KGB en el accidente. El auto colisionado, un Facel Vega Facellia FV3B, era conducido por su editor y amigo Michel Gallimard, este hecho se prestó a especulaciones sobre la naturaleza accidental de su trágico fin. En el momento de su muerte, Camus había planeado viajar en tren, con su esposa e hijos, pero a última hora aceptó la propuesta de su editor para viajar con él. Entre los papeles que se le encontraron, había un manuscrito inconcluso, “El primer hombre”, de fuerte contenido autobiográfico. Camus fue enterrado en Lourmarin, pueblo del sur de Francia. La ‘Guerra Fría’ sacrificó a los ‘nobeles’ Albert Camus y a Pablo Neruda. El chileno cometió un delito, era amigo del presidente socialista Salvador Allende. El estadounidense Henry Kissinger, promotor del ‘Plan Cóndor’ no le perdonó.

“El extranjero” (1942). Esta novela muestra la alienación propia del siglo XX a partir de un personaje que se ha interpretado como la imagen de lo que Camus concebía como el hombre absurdo. En esta obra, Camus explora la idea de la acción sin significado dentro de la consciencia del absurdo. El protagonista es condenado a muerte, pero, más que por matar a un hombre, la condena responde a que este nunca dice más que lo que siente y a que no se conforma con las demandas de su sociedad. “La peste” (1947). En esta historia de pandemia, tipo COVID-19 Camus trata de manera simbólica una epidemia en Orán. Los personajes se preocupan más por encontrar la dignidad y la fraternidad humana que por acabar con la epidemia misma. Esta obra explora la pregunta de si puede o no existir un santo ateo. El hombre absurdo vive sin Dios. Pero eso no significa que no pueda entregarse al bien de los demás hombres a través del autosacrificio. Si lo hace sin esperanza de una recompensa, y consciente de que no es significativa ninguna forma específica de actuar, muestra la grandeza del ser humano precisamente en esta combinación entre el reconocimiento de la futilidad última y una vida llena de un amor que lo lleva al sacrificio. Expresa que se puede ser santo sin ilusión. “La caída” (1956). Esta obra muestra la preocupación de Camus por el simbolismo cristiano y expone de manera irónica las formas más complacientes de la moralidad humanista secular. Por otro lado, la obra trata el problema del mal. El protagonista, Clamence, se refiere a la “duplicidad básica del ser humano”, y expresa que el origen del mal es el humano mismo.

Un aspecto que ha llamado la atención sobre la trayectoria de Camus es el fuerte conflicto con el filósofo existencialista Jean-Paul Sartre, el cual surgió a partir de la publicación de “El hombre rebelde”. Sartre se había vuelto cercano al comunismo y, aunque nunca fue parte del Partido Comunista, estaba comprometido con un proyecto que combinaba el existencialismo y el marxismo. Camus, aunque renegaba del nombre de existencialista, estaba convencido de que el existencialismo y el marxismo eran incompatibles y que el marxismo constituía una secularización del pensamiento cristiano, en el cual se sustituía la figura de Dios por la idea del movimiento de la historia. Esto llevaba, por lo tanto, a la muerte de la libertad, encarnada en los horrores del estalinismo. Como contraparte, decía que la democracia burguesa reemplazaba la misma figura de Dios por el principio, un tanto ambiguo, de la razón. En nombre de la libertad, la sociedad burguesa justificaba la explotación y la injusticia social. A partir de esta diferencia de visión, Camus y Sartre sostuvieron una célebre polémica en la revista “Les Tempes Modernes” a inicios de los años cincuenta. Los lectores de la publicación, especialmente Sartre, consideraron a Camus un idealista “iluso y romántico”, que se complacía en transponer a términos morales e individuales cualquier análisis de la realidad (en la época, la dinámica era inversa: llevar a términos colectivos e ideológicos los dilemas personales). Aunque el corte de Les Tempes Modernes era de izquierda no comunista, en esta época, su director, Sartre, se había acercado especialmente al estalinismo; el filósofo, en las páginas de esta publicación, expresa: “Todo anticomunista es un perro rabioso”. El hombre rebelde, por lo tanto, provocó una incomodidad de parte de los lectores y los directores de la revista.

Pensar en una Copa Mundial de Fútbol puede ser una tarea extenuante para el cerebro. Dependiendo de cuántos campeonatos tengamos encima, acumulamos más o menos recuerdos. Tengo todavía fogonazos de Alemania 2006, apenas puede poner en pie algo. Lo primero que recuerda con nitidez es el zapatazo de Sipihiwe Tshabalala para inaugurar el Mundial de Sudáfrica 2010. Pero a pesar de esta insultante juventud, cree que el mundial con más luz fue México’ 86. No por sus radiantes imágenes, producto del sol abrasivo del junio mejicano, sino por la hemeroteca. Habrá gente que todavía no supere todo lo que sucedió allí. Sobre todo, los que lleven en el bolso pasaporte argentino. En México’ 86 nació la modernidad, la mega inversión publicitaria, el foco mediático sobre las figuras mundialistas y todo aquello a lo que ya nos hemos acostumbrado. En esa Copa del Mundo ya se notaba la enorme maquinaria que estaba construyendo el mundo del fútbol. También fue la primera vez que este torneo inauguraba el formato eliminatorias desde octavos de final. Sí, querido lector, antes, los mundiales tenían dos fases de grupos. Un mundial que no debió celebrarse en suelo norteamericano sino sudamericano. Inicialmente, la FIFA había adjudicado la celebración del torneo a Colombia, pero el gobierno cafetero renunció a acoger la cita por no poder satisfacer las necesidades de infraestructura y dispositivos exigidos por la federación internacional de fútbol. México pidió el relevó y se lo otorgaron por delante de Estados Unidos, Brasil y Canadá. Y a punto estuvo de cancelarse de nuevo. El 19 de septiembre de 1985, el suelo de Ciudad de México tembló, y con él se fueron diez mil vidas. Las consecuencias fueron devastadoras. No solo por las escalofriantes cifras de pérdidas humanas, sino también por los destrozos en edificios e infraestructuras. La reconstrucción de buena parte de la ciudad tuvo que hacerse a contrarreloj. El gobierno de México aseguró que las instalaciones deportivas no habían sufrido daños y que, por lo tanto, su Mundial no peligraba.

A la cita acudirían estrellas que marcaron una época, otra característica más de por qué México’ 86 es el Mundial de los mundiales. No haga el ejercicio de recordar viejas figuras, en esta pieza le ayudaremos a rescatar algunas de las estrellas que se personaron en aquella Copa del Mundo. Mucha gente se queda fuera, pero a bote pronto salen: Zico, Sócrates, Elkjær Larsen, Laudrup, Hugo Sánchez, Platini, Papin, Luis Fernández, Paolo Rossi, Carlo Ancelotti, Butragueño, Salinas, Gordillo, Belanov, Matthäus, Völler, Rummenigge, Francescolli o Lineker. Nueve Balones de Oro entre todos. Ahora me dirá usted: ¡Burro, se te olvida el más importante! No, no se me pasa. México’ 86 se ha convertido en el Mundial más especial de la historia por su carácter monográfico. ¿Cómo es posible que, con tanta saturación de súper estrellas mundiales del fútbol, la actuación de un solo jugador acaparase todos los focos de ese campeonato casi cuarenta años después? Maradona lo hizo posible. México fue la sede de la coronación de Diego Armando Maradona como pastor espiritual de la fe futbolera argentina. Sobre los pastos aztecas, el 10 de Fiorito demostró al mundo que un ser humano puede dejar de serlo, y convertirse en otra cosa, dando toquecitos a un balón; que hay leyendas vivas; que el mejor discurso político se queda en paños menores con un demarraje a sprint desde el centro del campo rodeado de ingleses; que el delirio de un entrenador incomprendido puede merecer la pena; que hay goles que pueden maquillar la derrota de tu país en una guerra; o que hay que creer incluso cuando se tiene todo en contra. Antes del mundial, el mundo no sabía todo esto. Después sí. La intrahistoria de la Copa Mundial de Fútbol de México 1986 es el testimonio y la prueba de por qué todos los dedos apuntaban a Argentina para proclamarse justa campeona.

“1986, la verdadera historia”. Así se titula el libro escrito por Gustavo Dejtiar y Óscar Barnade que repasa el largo camino que tuvo que recorrer Argentina para levantar la copa de ganador al cielo del Distrito Federal. Un trayecto arduo, complicado, que comenzó con la eliminación del combinado nacional en la segunda fase de España’ 82. Venían de proclamarse campeones en su mundial, en 1978, y en suelo ibérico se la pegaron. La eliminación temprana tuvo consecuencias inmediatas. La primera, la destitución de César Luis Menotti como seleccionador. Una decisión tomada por el entonces presidente de la AFA, el inagotable Julio Grondona. El despido fue sorpresivo, el batacazo en España no se achacó al Flaco, que había ganado en 1978. Pero para entender todo esto habría que desarrollar una tesis doctoral sobre el poder que ejercía la revista El Gráfico en la opinión pública futbolera argentina. El caso es que ellos mismos lo quitaron y propusieron como sucesor al estandarte del modelo opuesto de Menotti: Carlos Salvador Bilardo. El enfrentamiento Bilardo–Menotti, Menotti–Bilardo, superaba cualquier barrera. El Doctor era un obseso, un loco formado, pues era doctor, que solo hablaba de fútbol y que lo revolucionó a su manera. Un loco del juego que dejó claro que este juego de pelota era el más fácil del mundo: veintidós jugadores, una pelota, dos porterías, los de un equipo tienen que meter el balón en el arco del rival y viceversa. Esa era la ley sagrada de Bilardo y de su escuela, el bilardismo. Menotti no tenía estudios superiores, pero tenía una conversación más nutrida que el Narigón.

Su carácter aguerrido, confiesa Bilardo, lo forjó a golpes. Primero en el colegio, relata en el libro: “Si vos llegabas un poco más tarde a la escuela, te ponían en penitencia. ¿Te ‘acordás’ que te ponían un gorro de burro y en un rincón? Después se armó lío con eso, no se podía, pero te lo hacían. ¡Castigaban! Vos llegabas tarde a la escuela y no te dejaban entrar. Eso fue la escuela primaria: fuerte”. El segundo episodio que marcó esa obsesión llegó más tarde, en unas prácticas en la facultad de Medicina. Estaba auscultando a un paciente cuando llegó su tutor de prácticas y le preguntó que qué tal. Nada, respondió un Carlos Salvador estudiante. El doctor cogió su estetoscopio y le corrigió, el paciente tenía un soplo. Ah, sí, dijo Bilardo, ya lo noto. Y se quedó con la cara de tonto, su tutor le había tendido una trampa: “Si tú dices que este chico tiene el corazón sano, lo tiene y punto. No te dejes manipular por nadie, es tu paciente. Tienes que estar seguro del diagnóstico”. El Gráfico propuso a Bilardo como seleccionador. Venía de hacer campeón de liga a Estudiantes de La Plata con solo tres derrotas. Los rivales tenían dificultades para marcar a sus equipos y ser el contraestilo de Menotti le sirvió para ocupar el puesto que todo entrenador argentino desea. Grondona, que había despedido al Flaco a disgusto, no quería firmarlo, pero una reunión provocada por el periodista Ernesto Cherquis Bialo llevó a Bilardo a firmar el contrato más importante de su carrera el 24 de febrero de 1983. A partir de ahí, el Doctor hizo una gira europea para aprender de grandes personajes del fútbol mundial. Hemos dicho que los caminos que tuvo que atravesar la selección argentina hasta el Estadio Azteca fueron largos. Los más espinosos comenzaron años atrás. Uno de los primeros con Bilardo en el cargo fue cambiar por completo el estilo, demostrar que daba comienzo otra época para el equipo nacional y que necesitaba girar el timón hacia nuevas corrientes.

Es sabido que a Maradona le dolió mucho ser descartado por Menotti para el Mundial de 1978. Sobre todo, a sabiendas de que ser perdió la medalla de oro. Juventud, falta de experiencia, sobrepoblación de futbolistas en su puesto, ningún argumento acabó de contentar al Diego. Se quedó fuera y ya está. Uno de los jugadores que llegaba a México y que había celebrado la victoria en Buenos Aires era Daniel Passarella, sagrario de la iglesia de César Luis Menotti. El brazalete de capitán se había convertido en una prenda más de su uniforme, distinguido y reconocido por todo el país. El Gran Capitán, que acababa de aterrizar en Florencia para defender la camiseta de la Fiorentina, ya no era intocable. Diego Maradona tampoco. Por aquellas fechas ya tenía credenciales de su talento, pero ni de lejos se había consagrado como la deidad que fue tras el recital brindado en México. Al igual que ocurre con Messi en su país, donde ha recibido palos de la prensa de todos los colores y sabores imaginables, Maradona también lo sufrió. Sin entrar en detalles de este duro episodio, Bilardo cambió la capitanía del equipo. Passarella confesó esperar la noticia, incluso entenderla. Maradona pasó a enfundarse el brazalete. Aunque no jugaría para Argentina hasta el 9 de mayo de 1985, tres años después. Fue un amistoso en el Monumental contra Paraguay. Diego marcó un gol.

El Mundial argentino. Italia, Bulgaria y Corea del Sur. Antes, en enero, Bilardo se llevó a varios jugadores a hacer una pretemporada en Jujuy, con el mundial en junio. El entrenador estaba en la cuerda floja por la pobre imagen que daba el equipo en los meses previos. México pondría a prueba a los jugadores con unas condiciones climáticas extremas. Además del sol, la altura. Buenos Aires está a veinticinco metros sobre el nivel del mar; Ciudad de México a dos mil. En aquel ‘stage’ faltaron los jugadores que disputaban campeonatos europeos. Entre ellos Maradona, claro. Una experiencia que Dejtiar y Barnade documental como positiva y aburrida a partes iguales. Los jugadores se quedaron en Tilcara, un pueblo de dos mil habitantes, y allí poco o nada había para matar el tiempo. Tres meses después, la tensión salta por los aires. Un lío de despachos, el runrún de que el equipo no iba bien, el presidente de la AFA Grondona fuera de Argentina y la maquinaria mediática funcionando prepararon un golpe contra Bilardo. Lo querían cambiar por su predecesor, Menotti, pero el Narigón salvó la bola. Varios sectores del fútbol cerraron filas en su favor. Sobre todo uno, Diego Maradona, que dijo que si echaban a Bilardo, no jugaría en México. ¿Y quién es el bonito que pondría la cara para que Maradona no fuera al mundial? Bilardo se quedó.

La delicada situación se trasladó al vestuario. El enfrentamiento Menotti–Bilardo, que no era personal sino mediático y estilístico, se coló por las entrañas del equipo. Maradona y Passarella no se soportaban, cada uno hacía su grupo y sus ambientes. Ambos se acusaban de crear mal ambiente, la convivencia no sumaba al bien del grupo. Pasarella llegó a acusar de envenenamiento a los equipos de Bilardo. Días previos al mundial, el ‘Gran Capitán’ sufrió un problema intestinal. Solo él. Y cuando la bacteria desapareció, un desgarro. Pasó todo el campeonato postrado en el hospital. Valdano ha reconoció haber sufrido por el estado de salud de su compañero. Con el tiempo, el propio Passarella y los servicios médicos del combinado nacional fijaron que se trataba de un percance fortuito y, por supuesto, inintencionado. El día que Argentina debutó en México, no hubo colegio. Este hecho, que demuestra la importancia con que se toma el fútbol en la tierra del río de La Plata, sirvió a Bilardo para arengar a los suyos antes de estrenarse contra Corea. Dos goles de Valdano y uno de Ruggeri. Empate contra Italia y victoria contra Bulgaria. Argentina pasa como primera de grupo. Uruguay, que se cuela por los pelos en Octavos de Final como la cuarta mejor tercera de grupo con dos empates, espera. Gol de Pasculli y a la siguiente ronda.

El partido contra Uruguay provocó un hecho insólito: la compra de nuevas camisetas en mitad del campeonato. En este partido ocurrió algo trascendente. En concreto, la lluvia. El agua mojó las camisetas azules argentinas durante la segunda parte. Los chicos de Bilardo llevaban dos equipaciones, y de cada una de ellas, cuatro juegos. La primera, la albiceleste clásica, tenía la tecnología AirTech que las hacía más ligeras y resistentes al calor mejicano. La alternativa no, Le Coq Sportif no tuvo tiempo de aplicarle la misma técnica en la tela. Al acabar el encuentro contra Uruguay, el entrenador pidió que pesaran una de las camisetas. Los jugadores acabaron cargando nada más y nada menos que tres kilos de más. Una armadura. Bilardo encolerizó y, tijera en mano, trató de hacer los agujeritos de la AirTech en la segunda equipación. En el siguiente partido, contra Inglaterra, sus jugadores no podían soportar tamaño fastidio. Cualquier detalle importaba. La marca francesa le informó de que no tendría las camisetas listas para el partido. ‘El Narigón’ no se quedaría de brazos cruzados. Hoy sería impensable cambiar las camisetas en mitad del campeonato, sobre todo por cuestiones contractuales, pero el Doctor lo consiguió. Una vez supo que la firma gala no le enviaba la ansiada camiseta colada, envió a miembros del equipo de utilleros a buscar un uniforme así por toda la capital. En el libro de Dejtiar y Barnade se detalla la odisea que tuvieron que pasar estos integrantes del staff para contentar a Bilardo. A veces no encontraban el color en las tiendas de deporte, no había unidades suficientes o no servían porque no tenían el escudo de Le Coq, directamente.

Uno de ellos encontró dos camisetas ligeras y muy parecidas, una de tela brillante y otra mate, similar a la que venían utilizando. Llegaron a la concentración para enseñárselas a Bilardo; no tenían agujeritos, no valen. Los utilleros se miraban fatigados, desesperados por no encontrar una camiseta con la que enfrentar a Inglaterra. Entonces ocurrió un nuevo milagro. Quizás esto le resulte un cuento, pero no lo es. Maradona apareció por el hall del hotel en que se hospedaban, cogió la camiseta brillante y opinó que era bonita. No había más discusión, se quedaban con ella. Pero había nuevo problema: no tenían el escudo de la AFA (Asociación del Fútbol Argentino). En 1986, sin telecomunicaciones inmediatas ni medios que hicieran posible encontrar una solución a corto plazo. De nuevo, los milagros: un aficionado mejicano, hincha del América y de la albiceleste, tenía en su casa un escudo de la AFA. Pero uno antiguo, el de 1978, sin la corona de laurel. Daba igual, lo copiaron y cosieron en todas las camisetas. Por eso, si usted revisa imágenes del partido, caerá en la cuenta de que las camisetas usadas en los partidos contra Uruguay e Inglaterra son completamente distintas. Cambia hasta el cuello.

Bucear en el conflicto político de las Malvinas solo puede traer contratiempos a esta columna. Sobre todo, por respeto a un conflicto que causó tanto dolor a muchísimas familias argentinas. Es por ello que solo lo nombraremos para poner de relieve la importancia de aquellos Cuartos de Final entre Argentina e Inglaterra. Cuatro años antes, a pocos meses de comenzar el mundial de España, comenzó un conflicto que acabó con la vida de 649 argentinos en combate. Una vez finalizada la guerra, entre 350 y 450 personas se suicidaron a consecuencia de esta. Sirvan estos datos para enmarcar la trascendencia del encuentro. Aquellos cuartos, relatan varios testimonios recogidos en el libro, no se prepararon como una revancha bélica. Se impuso la norma expresa de no desviar la atención de lo deportivo, de no hablar del tema. Pero los nervios se apoderaron de algunos jugadores. Jorge Valdano, tantos años después, reconoce aquel encuentro como el peor de su carrera. Pumpido; Cuciuffo, Brown, Ruggeri; Enrique, Giusti, Batista, Olarticoechea, Burruchaga; Maradona y Valdano. La primera vez en todo el torneo que Bilardo alineaba su revolucionario 3-5-2, en un mediodía azteca que partiría la historia del fútbol en dos. Las crónicas de este deporte podrían hacerse como las de la Biblia: antes del nacimiento de la estrella y después. Antes de Diego y después de Diego; porque bajo ese caluroso sol mejicano nació la deidad futbolística maradoniana. Su actuación contra los ingleses es historia de este deporte. Ya la conocerá.

Primero, la conocida mano de dios. El gol que probó la existencia de Dios, el de las religiones monoteístas, para Mario Benedetti. Una reacción involuntaria, dicen algunos; una trampa, otros. Más tarde, el gol del siglo. No hace falta volcar más literatura para describir aquel cambio de ritmo desde el medio del campo para dejar sentado a tantos embajadores del país que inventó el fútbol. Resuena el relato de Víctor Hugo Morales, cuyos comentarios son ya una melodía universal que traspasa las barreras del idioma. El barrilete cósmico, un calificativo raro, que baila entre el insulto y la alabanza, convertido en el mayor título que un futbolista puede recibir. Todo esto se conoce ya y recordarlo ahora puede ser visto como un acto apócrifo. Tras aquellos dos tantos, recortó Gary Lineker a diez del final. Fue entonces cuando el Señor volvió a bajar al pasto para ayudar a Argentina. Lo hizo desde la nuca del Vasco Olarticoechea. La nuca de Dios. A escasos segundos de acabar el partido, un centro lateral rifado supera a Nery Pumpido, que sale a por uvas, para que Gary Lineker lo empuje a placer. En ese momento, completamente de espaldas al balón, la nuca de Olarticoechea despeja el balón hacia afuera. El esférico choca con el obstáculo más superable que podría haber encontrado. Ni una pierna, un cuerpo o las palmas de Pumpido. Nada de eso, una nuca. Y lejos de quedar muerto en la línea de gol, el peligro salió despejado por la banda. Todo esto valió para que Argentina pasase a la semifinal. El único pero del Mundial’ 86 es, quizás, que la consagración de Maradona no fuese en una final. De hecho, durante muchos años de infante tuve la seguridad de que todo esto sucedió en la final. Inocente de mí, cuando veía las imágenes repetidas, pensaba que jugaron el partido con la segunda equipación y, a la hora de recibir el trofeo de campeones, se la cambiaron por la primera para salir en la foto. Como hizo España, ni más ni menos.

Victoria cómoda sobre Bélgica con dos goles de Maradona y Argentina se planta en la final. Aguardaba la vigente subcampeona, la RFA de Rummenigge entrenada por el ya campeón Beckenbauer. Un equipazo con nombres que asustaban, pero los goles del Tata Brown, Burruchaga y Valdano superaron los de Rummenigge y Völler. Los argentinos se proclamaban mejor equipo del mundo. Aquel último partido merece dos comentarios. El primero para el Tata Brown, que no solo abrió la lata para Argentina sino que jugó medio partido con el brazo en cabestrillo. Un choque con Norbert Eder le luxó el hombro y, antes de salir sustituido, se hizo un agujero en la famosa camiseta AirTech y jugó el resto de la final así. También debe hacerse un aparte para Bilardo. No solo por haber conducido hasta el campeonato mundial un barco que muchas veces parecía viajar a merced de la corriente, sino porque renunció a la medalla. Los dos goles teutones de la final, a pelota parada, produjeron tal irritación en el Narigón que no se creyó tal reconocimiento. La recogió un amigo suyo, pero él no preguntó cuál. El bilardismo puede brindar enormes alegrías futbolísticas, la defensa encarnizada de lo que es la esencia de cada uno, pero también la exacerbar de los peores sentimientos. A Bilardo no le valió ganar de cualquier manera. La cantidad de elementos icónicos que dejó México son prueba irrefutable de que se trata del Mundial de los mundiales. Es imposible leer “Arranca por la derecha el genio del fútbol mundial” sin que la voz de Víctor Hugo Morales invada nuestro subconsciente, como un verso de nuestra canción preferida. Esta Copa del Mundo es patrimonio histórico del fútbol mundial, probó la existencia de la deidad hasta para los más ateos y dejó un legado que, casi cuarenta años después, no ha perdido potencia. Hasta ahora, ninguna victoria mundialista ha hecho tanta época como la argentina.

¿Tiene Leo Messi el lugar que merece en la historia del fútbol? “Para ser el mejor jugador de la historia tiene que ganar un Mundial”. Esta frase ha acompañado a Messi durante toda su carrera, en parte debido a su permanente comparación con Maradona y en parte debido a la posmoderna costumbre de hacer sentencias grandilocuentes que mezclen algo específico con lo absoluto, que reduzcan el análisis profundo a una frase llamativa. Esa sentencia simplista es tan sencilla de rebatir como pensar en el Mundial de 2014, donde Argentina quedó subcampeona del mundo tras perder frente a Alemania. ¿Una derrota en la prórroga de una final determina si un jugador es o no el mejor de la historia? ¿Una larga trayectoria se define por lo que pase en un solo encuentro? Evidentemente, no. En primer lugar, para valorar el nivel y la carrera de un jugador deberíamos tomar como referencia su época concreta y no toda la historia, pues casi nadie ha visto jugar exhaustivamente a todos los grandes cracks que ha dado el fútbol. ¿Con qué argumento futbolístico podemos poner a cualquier gran jugador actual por encima o por debajo de Pelé, Garrincha, Di Stéfano o Puskas si a ellos apenas los hemos visto jugar en algunos vídeos? ¿Son suficientes unos resúmenes de jugadas de su carrera o 5 partidos completos para hacer una comparación profunda con un jugador al que hemos visto jugar centenares de veces? ¿Las estadísticas de su carrera son capaces de explicar todo?

Además, el nivel que alcanza un jugador depende en buena medida de los diversos factores que influyen en su trayectoria: de los equipos y la selección en que haya jugado, de qué compañeros lo rodearon, de si tuvo lesiones graves o problemas extradeportivos que frenaron su carrera, del nivel futbolístico general de su época, de si tuvo o no tuvo suerte en un momento clave, etc. Lo coherente es entender que el fútbol es un deporte colectivo, que cada jugador aparece en un contexto específico y que por ello, en todo caso, se puede afirmar que un jugador es el mejor de su época y uno de los mejores de la historia, junto a otros que destacaron en su etapa respectiva. El consenso futbolístico internacional establece que los cinco mejores jugadores de la historia son, enumerados por orden de aparición, Di Stéfano, Pelé, Cruyff, Maradona y Messi. En esa lista, añado, se podría incluir a Ronaldo Nazario de no haber tenido las dos graves lesiones consecutivas que marcaron su carrera y le hicieron pasar de ser un jugador extraordinario que además hacía muchos goles a ser un gran goleador. De ellos, paradójicamente, hay tres que no han ganado un Mundial, motivo que no ha hecho que caigan de esa privilegiada lista.

Además del caso de Messi, hay que recordar que Cruyff fue subcampeón en 1974 y Di Stéfano, convocado por España para el Mundial de 1962, no llegó a debutar por lesión. Otros grandes cracks de la historia del fútbol tampoco ganaron un Mundial, como por ejemplo Kubala, Eusebio, Puskas, Gento, Luis Suárez (único Balón de Oro español), Platini, Zico, Van Basten, Roberto Baggio o Raúl. Algunos de ellos fueron subcampeones y todos han quedado en la memoria gracias a su juego y a muchos otros títulos que sí ganaron durante su carrera. Hay grandes jugadores ofensivos que destacan por su capacidad de asociación, otros por su regate, otros por su facilidad para meter pases de gol y otros por su remate y romance con la red. Messi en su trayectoria ha demostrado que tiene todas esas cualidades juntas y en su máximo nivel, lo cual ya de por sí le convierte en un gran crack, pero lo que le distingue como genio es otra cualidad que apenas corresponde a unos pocos jugadores en toda la historia del fútbol, una intangible que eleva su categoría: la magia. Esa sensación (plasmada cientos de veces en el caso de Messi) de que en cualquier momento va a hacer algo imprevisible, de que en cualquier momento va a inventar una jugada extraordinaria y con ello, de alguna manera, va a reinventar el fútbol. Leo Messi tiene en Catar su última oportunidad para ganar la ansiada Copa del Mundo.

Lógicamente, para valorar la carrera de un jugador también es importante analizar sus logros individuales y colectivos, lo cual, como es obvio, va mucho más allá del Mundial, que es lo que parece que muchos quieren tomar como única medida para valorar a un jugador. Si hablamos de títulos colectivos, Messi es, con cuarenta y uno hasta ahora, el segundo jugador de la élite con más títulos en la historia del fútbol. Sólo Dani Alves (que tiene cuarenta y tres) ha logrado más que un Messi que ha ganado treinta y cinco títulos en el Barcelona, dos con el Paris Saint Germain y cuatro con la selección argentina, incluyendo once Ligas, cuatro Champions y una Copa América. Si hablamos de títulos individuales, Messi ha ganado más que nadie en la élite, con siete Balones de Oro, seis Botas de Oro y ocho Pichichis, siendo el máximo goleador y máximo asistente de la historia del fútbol español y máximo asistente de la historia del fútbol mundial desde que se tienen registros. Además, es el máximo goleador y asistente histórico de la selección argentina.

Acaba de comenzar el Mundial de 2022 y Argentina ha llegado como una de las candidatas al título, tras ser Campeona de América en 2021 y llevar invicta 36 partidos consecutivos. Avalado por César Luis Menotti (Director de Selecciones Nacionales de Argentina), Scaloni ha podido desarrollar su proyecto y llevar a cabo en los últimos años una paulatina remodelación del plantel de la selección, consolidando un equipo estable, con una idea definida y unos jugadores de calidad que han hecho que el nivel competitivo de Argentina sea muy alto desde lo colectivo. Esto ha favorecido a Messi, que estuvo muchos años cargando casi en exclusiva el peso de una selección con una identidad difusa que, además, sufría el maltrato mediático de una parte de su propio país. Paradójicamente, en contraste con su nivel de los últimos años, el debut de Argentina en el Mundial ha sido muy decepcionante, con una derrota ante Arabia Saudí que ha mostrado un rendimiento bastante bajo desde lo individual y desde lo colectivo.

Su falta de respuestas futbolísticas ante la adversidad durante el encuentro puede ser alarmante y generar dudas, pero no hay que olvidar que apenas ha sido el primer partido y que la propia Argentina y España perdieron inesperadamente en su debut en los Mundiales de 1990 y 2010 (ante Camerún y Suiza, respectivamente), y después llegaron muy lejos en la competición. Creo que Argentina tiene fundamentos para mejorar en los próximos partidos y llegar a hacer un gran papel en el Mundial, que lo más probable es que sea el último que juegue Messi. Independientemente de lo que pase en Catar, de si logra o no finalmente ganar el título en este torneo, el legado de Messi en la historia del fútbol y en la memoria colectiva será extraordinario, tras una extensa carrera plagada de actuaciones brillantes y de éxitos colectivos e individuales. Quedarán en la memoria, por ejemplo, aquellos goles maradonianos frente al Getafe, frente al Real Madrid en el Bernabéu y en las finales de Copa frente al Athletic de Bilbao en el Camp Nou y en La Cartuja, y también sus goles en Champions frente al Bayern tras driblar a Boateng y su magistral falta directa frente al Liverpool. Quedarán sobre todo las dos imágenes posiblemente más icónicas de su carrera, que se produjeron en el estadio de sus máximos rivales a nivel de club y de selección: la noche que ‘galactizó’ el Bernabéu mostrando su camiseta a la grada tras marcar el gol de la victoria en el último minuto y la noche que detuvo el tiempo en Maracaná cuando celebró de rodillas sobre el césped el ansiado título de la Copa América, con todos sus compañeros abalanzándose sobre él.

Creo que no tiene sentido definir a algún jugador como el mejor de la historia, pero sí parece claro que, probablemente salvo Pelé, ningún otro de los genios del fútbol ha estado tantos años seguidos brillando al máximo nivel como ha hecho Messi, lo cual habla mucho a su favor. Lo que sí pienso que podemos afirmar es que Messi es el mejor jugador de lo que llevamos de siglo XXI. Que en esta época, la nuestra, la que hemos visto de una forma más global y profunda, sin duda ha sido el más completo y el más brillante. De todas formas, cuando se retire y pase el tiempo lo que nos vendrá a la cabeza al acodarnos de él seguramente no será qué puesto ocupa en el ranking de la historia ni cuántos títulos ganó, sino la emoción que nos produjo su fútbol, su inabarcable registro de variadas y bellas jugadas que tanto nos acercaron y aún nos acercan a la felicidad. Eso será lo que quede y lo que nos acompañe en la memoria. Y es que en esta sociedad donde todo se cuantifica con frialdad estadística y donde el contenido parece importar cada vez menos, conviene recordar lo que dijo Antonio Machado en un poema: “Sólo recuerdo la emoción de las cosas y se me olvida todo lo demás”.

Ya está. El Mundial ha empezado con mucha más pena que gloria. A las que nos gusta el fútbol (personas, aclaro, no vaya a ser que en la segunda línea ya dejen de leer los hinchas del masculino genérico) lo raro ya no es que se celebre en Qatar, ni en noviembre, sino el inútil empeño por hacer pasar todo por normal, aquí no hay nada que ver, circulen, por parte de la organización y la FIFA. A estas alturas, si algo es evidente es que el discurso oficial no cuela y que los intentos en sentido contrario producen vergüenza ajena. Éste es un Mundial postizo, de pega, de cartón piedra. Un decorado enorme en medio del desierto. Hasta dejando a un lado la vulneración de derechos humanos fundamentales (que es mucho dejar) y centrándonos única y exclusivamente en lo deportivo, el partido inaugural Qatar-Ecuador fue un chasco gigantesco. Al descanso, con 0-2 ya en el marcador, el estadio Al Bayt (una joya arquitectócnica, eso sí) estaba semivacío y los extras, según contaban los enviados especiales de diferentes medios de comunicación allí presentes, se afanaban por rellenar los huecos para disimular. Al final, no había ni diez mil aficionados en las gradas. No hay ninguna tradición futbolística en el emirato y a pesar de todo el dineral que han invertido con academias, césped, entrenadores y medios de comunicación, no hay nada después que apele a la emoción, la pasión, que es justo lo que sostiene al mundo del fútbol y permite que el negocio a su alrededor florezca. Ni los más viejos del lugar recuerdan un partido tan desangelado y triste como presentación de un Mundial. No hay precedentes. Lo mismito que la ceremonia de inauguración con un Morgan Freeman de maestro de ceremonias al que relacionamos con Nelson Mandela por su papel en la película “Invictus” y de la que se borraron Shakira, Black Eyed Pies, Rod Stewart o Alicia Keys. Y así, con el disfraz de peli de Hollywood, empeñándose en otorgar legitimidad, peso y autoridad al cartón piedra, se escribe la historia. Y está tan a la vista, es tan descarado, que resulta imposible mirar hacia otro lado a pesar del bochorno.

Hablando de bochornos, el discurso de Gianni Infantino un día antes de la inauguración será difícil de olvidar. Con tono afectado y pausas dramáticas, teatrales, incluidas, el presidente de la FIFA, se inmoló con un discurso delirante en el que afirmó sentirse africano, árabe, qatarí, gay, discapacitado y trabajador migrante. Hasta puso la guinda con el detalle de saber bien lo que es ser un marginado porque él de pequeño era pelirrojo. No, no me lo invento. Sobre las mujeres no dijo ni pío. Al parecer ya están -estamos- bien. Asunto arreglado. Infantino, el africano, nació a una distancia de diez kilómetros de su antecesor en el cargo- Joseph Blatter-, en Brig (Suiza) y tenía como misión modernizar la organización y limpiar de polvo y paja la imagen de la FIFA. Lo tenía relativamente fácil porque fue Blatter el presidente que anunció en el 2010 que Rusia y Qatar serían los países organizadores de los Mundiales de 2018 y 2022. Él era el majete, el simpático, que coordinaba los sorteos de la UEFA y podía desmarcarse, dar un paso atrás y presentarse como una alternativa seria y apañada tras los escándalos de corrupción y sobornos, pero pasará a la posteridad con el “me siento africano, árabe, qatarí, discapacitado y trabajador migrante”.

El error estratégico, y el sonrojo, ha sido también mundial, aunque pocos dirigentes se hayan atrevido a expresarlo. Una de las excepciones ha sido la del presidente de la Federación danesa, Peter Möller, que no se ha mordido la lengua: “Cuando vi a Infantino me quedé impactado. Y en ese momento también me dio vergüenza ser parte de este torneo. Sus palabras fueron vergonzosas. Este es el hombre que da forma a la imagen del fútbol y que debería mostrar lo que el fútbol puede hacer. Estoy preocupado por el futuro de la FIFA y del fútbol en general. Ves a más y más personas, dentro y fuera del fútbol, diciendo: ¿Es esto realmente lo que queremos? Cada vez hay más aficionados que nos dan la espalda”.  El debate sobre la desafección, la distancia entre el aficionado y el fútbol no es menor en un momento en el que, por ejemplo, el presidente del Real Madrid, Florentino Pérez, lidera la rebelión para organizar una Superliga europea argumentando que será más democrática y que los jóvenes no conectan con el formato actual de la Champions. De los derechos televisivos y la pasta ya hablamos otro día. Al poder establecido empiezan a acecharle los que están deseando quedarse con el pastel, que muerden como pirañas y que seguirán vendiendo valores democráticos y razones humanitarias con descaro. Si los otros han podido, nosotros también, debe ser el lema.

Infantino, por cierto, tenía sentado a su lado en la ceremonia de inauguración a Mohamed bin Salman, el príncipe heredero de Arabia Saudí y principal sospechoso  del asesinato del periodista saudí y residente estadounidense, Jamal Khashoggi. Arabia Saudí, vecino y rival geopolítico de Qatar, pretende organizar el Mundial del 2030 junto a Grecia y Egipto. Porque si Qatar ha podido, ellos también. Ha empezado el Mundial, sí. Y para las que nos gusta y hemos esperado cuatro años después de Rusia (un detalle con importancia), es una tortura. Dejando a un lado los derechos humanos (que es mucho dejar), esto tampoco vale.

Cuando su amigo Charles Poncet le preguntó qué habría elegido, el futbol o el teatro, si su salud se lo hubiese permitido, Albert Camus contestó: “El futbol, sin duda”. El genial escritor nacido en Argelia ennobleció el balompié al darse cuenta que todo sobre la ética y las obligaciones del ser humano se puede aprender en una cancha. Relacionó los códigos y las reglas del futbol con el comportamiento que el ser humano debe tener ante la vida. ¿Escritor? ¿Filósofo? ¿Intelectual? Más que eso, fue un humanista que durante 1930, cuando custodiaba la portería del equipo de futbol de la Universidad de Argel, como dijo Eduardo Galeano en “El futbol a sol y sombra”, aprendió a ganar sin sentirse Dios y a perder sin sentirse basura, sabidurías difíciles, y aprendió algunos misterios del alma humana, en cuyos laberintos supo meterse después, en peligroso viaje, a lo largo de sus libros. La tuberculosis que lo atacó cuando tenía 17 años lo llevó del balón a la pluma. Siempre lamentó no haber jugado en un equipo de categoría, sin embargo se convirtió, como afirman en el diario argentino Clarín, en el arquero que mejor escribía. Albert Camus creó una compañía de teatro amateur para audiencias de clase trabajadora; a mediados de los años 30 se unió al Partido Comunista pero poco después abandonó la ideología al darse cuenta de sus actitudes totalitarias. Comenzó a trabajar como periodista en Argelia pero tras el impacto de su investigación “La miseria de la Cabilia”, se vio obligado a emigrar a Francia, donde comenzó a escribir para distintas publicaciones anarquistas.

Pero sobre todo, Camus exaltó los problemas que se planteaban en la conciencia del hombre en el siglo XX, la condición humana –no lejana a la del presente siglo– lo cual le confirió el Premio Nobel en 1957. La autenticidad, calidad y valor de cada una de sus obras lo hizo ocupar un lugar de incuestionable preeminencia dentro de la filosofía y literatura occidentales. Nunca dejó a un lado su amor por el deporte. A finales de los años cincuenta asistía con frecuencia a los partidos del Racing Club de París. No había lugar en el mundo en que Camus (o cualquier hombre) pudiera sentirse más contento que en un estadio de futbol. Era su hogar. Al no poderse reconciliar con el absurdo, el balompié lo hacía rebelarse y hacerle frente en una fugacidad de noventa minutos. Albert Camus entendía que en ese perecedero, donde los esfuerzos de hoy no sirven para el partido de mañana, jugar es existir y defenderse, aun cuando eres consciente de que en algún momento saldrás derrotado. Posiblemente han escuchado por ahí la famosa reflexión: “Lo que más sé, a la larga, acerca de moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al futbol”. ¿Por qué recordar al también periodista? Porque un día como hoy, pero de 1913 estaba naciendo en Mondovi que era en ese entonces una colonia francesa, y actualmente conocida como Dréan. El hijo de una familia de agricultores, apeló siempre a la felicidad, pese a las carencias que tuvo en su momento, pero entre otras actividades, además de la lectura, se apoyó en el futbol, el cual practicó porque como dice César Luis Menotti: “El futbol es una excelente excusa para ser feliz…

Hace algunos años ya había escrito este texto, que a continuación presentó con algunos agregados para actualizarlo más como un pequeño homenaje al ensayo que escribió Camus sobre las enseñanzas que le dejó el futbol, porque más allá de verlo como un juego de competencia, también encontró en él el reflejo de la vida misma, así como la lealtad hacia un ente como puede serlo un club deportivo o cualquier institución o empresa con la cual nos identificamos. Siempre he considerado que el deporte, en cualquiera de sus disciplinas es un excelente detonador para el espíritu de competencia en buena lid. Para el que lo ha practicado como un pasatiempo o como su modus vivendi, ha entendido que hay infinidad de situaciones ya sea en una cancha de futbol, tenis, béisbol, basquetbol, golf, o en el ring de boxeo; solo por mencionar algunos ejemplos, que se asemejan a la vida misma. Por esta razón he decidido que este EL BESTIARIO esté dedicado a uno de los grandes intelectuales del siglo XX y que ya es una figura universal: Albert Camus. Posiblemente, mucha gente ha recurrido a su más célebre reflexión que él plasmó en un ensayo inolvidable titulado: “Lo que le debo al futbol”. “(…) Después de muchos años en que el mundo me ha permitido variadas experiencias, lo que más sé, a la larga, acerca de moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al futbol (…)”. Así de contundente es la conclusión de Camus.

Quizá, para los que no son nada aficionados al fútbol puede ser excesivo lo que pensó el escritor, pero al explicar sus razones, sobre todo en la zona que él jugó que es la de portero, se le puede comprender. “Pronto aprendí que la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Eso me ayudó mucho en la vida, sobre todo en las grandes ciudades, donde la gente no suele ser siempre lo que se dice derecha”. Lo que señala de la dirección impredecible que puede tomar el balón y que lo relaciona con los imprevistos que nos pueden suceder en el día a día por más planificado que lo tengamos, me recuerda también a una frase que leí, y que estaba como un refrán popular: “En el futbol, el único honesto es el balón… y  a veces pica en falso”. Cuántas veces hemos tratado de entender por qué un balón que lleva dirección a las redes de pronto se desvía. Puede ser por el terreno accidentado, o un mal bote que por consecuencia se le escapa de las manos al portero. En fin, diversos factores para lo que el que está en la cancha debe estar listo y así no ser sorprendido. Tal como nos pasa en la vida cotidiana. El literato y futbolero también confesaba su pasión por un equipo modesto de París como el Racing Club al que comparaba con su querido equipo universitario el RUA.

En “La Peste”, una de sus mejores, obras, Camus retoma el tema del futbol. “El cielo estaba cubierto a medias, y González, mirando hacia arriba, comentó que este tiempo, ni lluvioso ni caluroso, era el más favorable para un buen partido. Empezó a evocar a su modo el olor de la embrocación de los vestuarios, las tribunas atestadas, las camisetas de colores vivos sobre el terreno amarillento, las limonadas de la primavera y las gaseosas del verano que pican en la garganta reseca con mil agujar refrescantes. Tarrou notó también que durante todo el trayecto a través de las calles del barrio, llenas de baches, el jugador no dejaba de dar patadas a todas las piedras que encontraba. Procuraba lanzarlas bien dirigidas a las bocas de las alcantarillas y si acertaba decía: ‘Uno a cero’. Cuando terminaba un cigarro, escupía la colilla hacia delante e intentaba darle con el pie. Hay un libro llamado “Lo noble del futbol”, de Jorge Omar Pérez, en el cual hay un capítulo en el que aborda cómo nació la pasión de Camus por el futbol y por ser un guardián de la portería, justo en su infancia…

“Nacido en el seno de una familia muy pobre, sin conocer a su padre muerto en la guerra de 1914, con una madre de ascendencia menorquina, analfabeta y casi muda, y una abuela que lo sometía a severos castigos, Albert Camus desde niño no tuvo otra opción cuando jugaba al futbol que la de ser guardameta. Su abuela le controlaba la suela de los zapatos a diario para comprobar el estado de los mismos y a la menor raspadura el pequeño Camus recibía una buena tunda de latigazos. Este hecho, con el tiempo, convirtió a Albert Camus en uno de los mejores guardametas de contención, ya que aguantaba el disparo del delantero sin moverse de su sitio hasta el último segundo. Clavado en la hierba y sin inmutarse, sorprendía a los delanteros rivales por su sangre fría.”

@SantiGurtubay

@BestiarioCancún

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