La otra ‘guerra’ del fentanilo

Andrés Manuel López Obrador plantea a Estados Unidos y China “una tregua” en la crisis por el consumo de drogas

EL BESTIARIO

SANTIAGO J. SANTAMARÍA GURTUBAY

El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, quiere poner fin al intercambio de reproches y acusaciones en medio de la crisis del fentanilo. “Nosotros estamos planteando que haya una especie de tregua y que se piense en los que pierden la vida, en lo humanitario”, dijo el mandatario en su conferencia de prensa de este miércoles. López Obrador comentó que ya puso la propuesta sobre la mesa al Gobierno de Joe Biden y que espera que pueda sumarse China, señalada por Washington como el epicentro de la cadena de producción de la droga sintética. “Yo creo que en esto puede lograrse un acuerdo, independientemente de la cuestión ideológica y política”, agregó. Las declaraciones del primer mandatario mexicano surgen un día después de sostener una nueva reunión con Elizabeth Sherwood Randall, asesora de Seguridad Nacional de la Administración de Biden, en la que se habló de migración y narcotráfico. Sherwood Randall se ha encargado de mantener abiertos los canales de diálogo entre ambos países, pese a que en los últimos meses el Gobierno mexicano ha tenido una serie de encontronazos con políticos del ala dura del Partido Republicano y agencias estadounidenses como la DEA y el Departamento de Estado. La funcionaria ha estado tres veces en México en los últimos tres meses, en gran parte porque los sectores conservadores de la política estadounidense han incorporado el tráfico de la droga sintética como una de sus principales bazas con miras a las elecciones presidenciales del próximo año.
“Hablamos del fentanilo, de todo lo que se está haciendo con el propósito de que se tenga información y que no se utilice esta desgracia del consumo de fentanilo en Estados Unidos con propósitos politiqueros”, dijo López Obrador. La posición del Gobierno mexicano es que todas las partes involucradas asuman responsabilidades compartidas y que no se satanice el papel del país ni si política de seguridad contra el crimen organizado. “Que les quede claro que nosotros no producimos el fentanilo”, sostuvo el mandatario, que defiende que el país es solo un eslabón intermedio en la cadena mundial de tráfico. Tras una reunión con una delegación de legisladores demócratas y republicanos, López Obrador envió a principios de abril sendas cartas al Gobierno chino para pedirles que colaboraran en los esfuerzos de México y Estados Unidos para combatir la crisis. Beijing aseguró que el fentanilo es un problema de Washington, “made in the USA”, y se rehusó a reconocer que tuviera un papel como facilitador de los precursores, las sustancias químicas que se utilizan para fabricar la droga. En medio de los jaloneos geopolíticos de hace unas semanas, López Obrador dijo que el Gobierno de Xi Jinping se ha mostrado dispuesto a colaborar. “Hay una muy buena actitud por parte del Gobierno de China, hemos estado solicitando a China colaboración porque la materia prima del fentanilo viene de Asia, no vamos a decir China, de Asia”, dijo el mandatario con cautela. También agregó que pedirá información a otros países asiáticos, como Corea del Sur, sobre quiénes compran los precursores y cuáles son las rutas de trasiego. A principios de mayo, las autoridades mexicanas dieron a conocer el decomiso de un cargamento con cientos de bultos en los que se detectó la sustancia y que había pasado por el puerto coreano de Busán y la ciudad china de Qingdao. “No queremos culpar a nadie, no se gana nada con la confrontación, máxime cuando está de por medio un asunto humanitario”, señaló López Obrador. Como parte de la “tregua”, el presidente pidió hacer un lado las “ideologías” y las “diferencias políticas” para frenar la epidemia de salud pública, que cada año se cobra decenas de miles de vidas en Estados Unidos por sobredosis.
“El fentanilo es un opioide, un fármaco cuya estructura química es parecida a la morfina”, explica Valentín Islas, químico de la Facultad de Estudios Superiores Zaragoza de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) a propósito del fármaco protagonista de la epidemia de sobredosis que azota Estados Unidos, una serie de acusaciones entre México y China sobre el origen de su producción y una estrategia conjunta en la frontera norte para frenar su tráfico hacia Estados Unidos. Se trata de una droga sintética desarrollada en la década de los sesenta como una alternativa más potente y segura que la morfina, ampliamente utilizada durante procedimientos quirúrgicos mayores y como analgésico para tratar dolores intensos, tales como lesiones profundas, traumas y cuidados paliativos. El viaje del fentanilo en el cuerpo humano comienza inmediatamente después de su aplicación. Mientras su versión farmacéutica suele administrarse a través de inyecciones, pastillas, tabletas o parches transdérmicos por médicos con permisos especiales para recetarlo, el fentanilo ilegal se comercializa en polvo, pastillas, en forma líquida dentro de goteros o en gotas aplicadas sobre papel. Como todos los opioides, el fentanilo se distribuye por el torrente sanguíneo y alcanza el sistema nervioso central en busca de su objetivo: los receptores opiáceos, elementos de las neuronas a los que se unen, ralentizando su actividad y disminuyendo las señales que transmiten el dolor. “Al interactuar con el receptor opiáceo, (el fentanilo) modula el dolor. Entre otras cosas, produce desentendimiento, sedación, aletargamiento y una sensación de bienestar”, asegura el experto. El Instituto Nacional sobre el Abuso de Drogas de Estados Unidos (NIDA, por sus siglas en inglés) también caracteriza a la euforia, felicidad extrema y confusión como efectos propios del fentanilo. Sin embargo, la misma potencia que supone una ventaja sobre otros opioides para su uso médico, se traduce en un riesgo mortal para los consumidores del mercado ilegal.
El fentanilo es el gran protagonista de la crisis de opioides en Estados Unidos, un problema de salud pública sin precedentes que en 2021 provocó más de 107.000 decesos por abuso de sustancias, de acuerdo con cifras de los Centro de Control y Prevención de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés). Islas, experto en química forense, es enfático al resaltar las diferencias entre el fentanilo farmacéutico y su fabricación como droga ilegal: mientras el fentanilo de uso médico se administra en dosis controladas con un alto margen de seguridad, el que circula en las calles se fabrica en laboratorios clandestinos, en ocasiones de manera artesanal. “La dosis terapéutica de fentanilo es de 100 microgramos para producir el efecto analgésico deseado y para producir una depresión respiratoria se necesitan casi ocho veces esa cantidad”, explica. “El fentanilo farmacéutico mantiene un margen de seguridad muy amplio y ha pasado controles de calidad acreditados y certificados”. No así el que se vende en el mercado ilegal, del que se ignora tanto la dosis como las sustancias utilizadas durante su fabricación. Además, a partir de su popularización, el consumo de otros opioides reviste un riesgo extra: con la intención de potenciar sus efectos para maximizar ventas, el fentanilo se agrega a la heroína o cocaína, un factor que puede resultar decisivo para sufrir una sobredosis que ponga en riesgo la vida.
La sensación de bienestar y euforia producida por el fentanilo puede cambiar drásticamente tras consumir una cantidad cercana a los dos miligramos, una dosis letal para la mayoría de las personas. Representada en campañas de prevención como una decena de granos de sal o la cantidad de polvo que cabe en la punta de un lápiz, se trata de un umbral que se traspasa fácilmente en el mercado ilegal, donde el fentanilo en forma de pastillas, polvo o combinado con otras drogas incluye dosis heterogéneas cuya concentración resulta imposible de calcular a simple vista. Si las dosis terapéuticas de fentanilo farmacéutico modulan la respuesta al dolor y disminuyen la actividad de las células nerviosas, las dosis elevadas a un nivel tóxico provocan la interrupción de funciones motoras clave en el organismo, especialmente las involucradas en la respiración. “Estas neuronas ubicadas al nivel del encéfalo son las que controlan los movimientos respiratorios. Si el fentanilo ocupa todos los sectores de estas neuronas, disminuyen su actividad y todas las funciones motoras que controlan se deprimen”, explica Islas. “Eso significa que los movimientos respiratorios van disminuyendo, se van alentando”. De ahí que, lejos de las representaciones típicas de series y películas, los principales síntomas de una sobredosis se relacionen con una respiración débil, un estado similar a la somnolencia. Si la dosis letal de fentanilo sigue su curso sin intervención médica, “produce una depresión respiratoria, después sigue el paro cardíaco y finalmente, la muerte”.
De acuerdo con los CDC, los síntomas más comunes de una sobredosis por fentanilo son las pupilas contraídas y una respiración lenta o débil. También se pueden producir sonidos de atragantamiento o gorjeos a medida que disminuyen los signos de respiración. Además, una persona intoxicada podría quedarse dormida o perder el conocimiento, su piel suele sentirse fría, húmeda, pegajosa y lucir descolorida, especialmente los labios y uñas. Ante una situación similar, el organismo recomienda llamar a emergencias, administrar la naloxona y tratar de mantener a la persona que está sufriendo una sobredosis de costado y despierta. Ante la duda y gracias a sus nulos efectos secundarios, la agencia señala que “siempre es mejor usarla si cree que alguien tiene una sobredosis”. A pesar de su potencia, una intoxicación con fentanilo no siempre significa la muerte. La naloxona, un fármaco capaz de frenar los efectos de los opioides en el organismo en cuestión de minutos, se ha convertido en un salvavidas ante la epidemia de sobredosis sin precedentes que enfrenta Estados Unidos. “La naloxona es un antagonista, una sustancia que revierte los efectos del fentanilo. Se aplica intravenosamente o con un spray intranasal y llega rápidamente a la sangre y a las neuronas ubicadas en el encéfalo y va desplazando al fentanilo de los receptores opiáceos, provocando la recuperación de su actividad normal”, explica Islas. A finales de marzo de 2023, la Administración de Alimentos y Medicinas de EE UU (FDA, por sus siglas en inglés) aprobó la venta libre de naloxona en un intento por reducir las muertes de sobredosis por fentanilo. Desde entonces, farmacias y tiendas de conveniencia comercializan el Narcan, un spray nasal fabricado por el laboratorio Emergent BioSolutions. Según las guías de los CDC, la naloxona puede restablecer en tres minutos la respiración normal de una persona si se administra a tiempo.
En la última década, el consumo recreativo del fentanilo se ha incrementado de forma considerable, lo que ha generado y continúa generando estragos en Estados Unidos. En cuestión de tres años, las muertes por sobredosis de este opiáceo han aumentado en más del 90%. En 2021 se le atribuyeron unos 70 000 fallecimientos en ese país. Pero ya no es un fenómeno exclusivamente estadounidense. Por ejemplo, según las estadísticas del Plan Nacional sobre Drogas (EDADES 2022) de España, el 15,8 % de la población de 15 a 64 años reconoce haber tomado analgésicos opioides con o sin receta en alguna ocasión. Concretamente, el consumo del fentanilo entre ellos se ha incrementado del 3,6 % en 2020 a un 14% en 2022. Además, cabe destacar que muchas veces se combina con el alcohol, la heroína o metadona, lo que incrementa sus efectos y, en consecuencia, la adicción al fármaco o, incluso, la muerte. El fentanilo pertenece a la categoría de los opiáceos (que pueden ser de origen natural o sintético), uno de los analgésicos más potentes de los que dispone la humanidad. La sustancia natural, conocida como opio, se obtiene de la planta Papaver somniferum –más conocida como adormidera–, cuyo uso es conocido desde la antigüedad. Pese a ser fármacos muy útiles en la medicina, en los últimos años se ha registrado un rápido crecimiento del mercado negro de los opiáceos sintéticos. Es la nueva moda en el mundo de las sustancias psicoactivas. Estos compuestos estupefacientes tienen propiedades similares a la morfina y a la heroína, pero su potencial adictivo y su toxicidad son mayores. A esto hay que añadir que son más baratos de fabricar y, por lo tanto, económicos para el consumidor, incrementando el riesgo de sobredosis.
Y entre esos nuevos fármacos de laboratorio destaca el fentanilo, 50 veces más potente que la heroína. Sintetizado por primera vez en 1960 por el médico e investigador belga Paul Janssen, fue utilizado a partir de 1963 como analgésico intravenoso. Pero en los años 70 y 80 empezó a consumirse con otros fines. En nuestro organismo existen más de 20 péptidos opiáceos endógenos, como las endorfinas, las encefalinas y las dinorfinas. Actúan mediante receptores específicos y facilitan que sustancias sintéticas como el fentanilo tengan lugares específicos donde producir sus efectos. Sabemos que, dentro del sistema nervioso central, dichos compuestos estimulan lo que conocemos como sistema cerebral de la recompensa. Este circuito comprende diferentes estructuras –corteza prefrontal, área tegmental ventral, núcleo accumbens– y se encarga de regular el placer, memorizar estímulos de nuestro entorno, facilitar el aprendizaje y controlar nuestros comportamientos. La potente estimulación que inducen las drogas sobre este sistema provoca neuroadaptaciones (cambios cerebrales) y promueve la tolerancia (harán falta cada vez más dosis para alcanzar los efectos deseados), la dependencia, la adicción y el síndrome de abstinencia. El efecto placentero o reforzante producido por el fentanilo depende del sistema dopaminérgico mesolímbico, las vías que usa el neurotransmisor dopamina para distribuirse por el cerebro. Sin embargo, tras un consumo continuado comienzan a producirse las primeras neuroadaptaciones que afectan al estriado dorsal, región implicada en la formación de hábitos.
Si el consumo se interrumpe, aparece un estado emocional negativo que pone en marcha el circuito del estrés. Entonces aumenta la liberación del neurotransmisor noradrenalina, se enciende la amígdala y se incrementan los niveles del factor de liberación de la corticotropina, una hormona también relacionada con la tensión emocional. Este torbellino de reacciones provoca síntomas vinculados a la activación del sistema nervioso autónomo, cuya función es regular la actividad de los órganos internos –corazón, hígado, órganos reproductores, glándulas sudoríparas, etc.– para adaptarse a las demandas del medio. Son los temblores, sudores, vómitos o taquicardia con los que se manifiesta el síndrome de abstinencia cuando cesa la administración de la droga. Además, la aparición del ansia por conseguir y consumir la sustancia se relaciona con neuroadaptaciones en la corteza cerebral, el hipocampo y la amígdala, que intensifican el deseo ante las señales asociadas al consumo. Todas estas transformaciones promueven la adicción, una enfermedad crónica, por lo que dejar de tomar fentanilo resulta cada vez es más complicado. El organismo ha generado la necesidad de la droga para poder funcionar.
Un contenedor con 600 bultos de droga ha entrado de lleno en la polémica entre México, Estados Unidos y China en torno al tráfico mundial de fentanilo. Andrés Manuel López Obrador afirmó que el cargamento, interceptado esta semana en el puerto de Lázaro Cárdenas, es la última evidencia de que en el país no se produce la sustancia, sino que llega terminada para comercializarse en el mercado estadounidense. “Ya tenemos pruebas”, dijo el presidente en su conferencia de prensa de este viernes. El mandatario adelantó que enviará una nueva carta para pedir la cooperación del Gobierno de Xi Jinping en la lucha antinarcóticos para identificar embarques sospechosos e impedir que salgan de Asia. “De manera muy respetuosa, vamos a enviar esta información reiterando la solicitud de que nos ayuden”, señaló López Obrador. El secretario de la Marina, Rafael Ojeda, explicó que el contenedor detectado en Lázaro Cárdenas, uno de los principales puertos en el Pacífico mexicano, tenía bultos que pesaban entre 34 y 35 kilos, en los que se encontraron rastros de fentanilo y metanfetaminas, camuflados en un envío de resina de combustibles. La carga partió de la ciudad china de Qingdao y pasó por la terminal portuaria de Busán en Corea del Sur, antes de llegar a territorio mexicano, de acuerdo con las autoridades. Ojeda dijo que se realizaron exámenes toxicológicos para determinar la presencia de las drogas, después de que una inspección con un equipo de perros entrenados arrojara “ciertas dudas”. “Esto se lleva su tiempo porque hay que hacer un análisis muy profundo”, comentó el almirante y agregó que el embarque apareció “hace varias semanas”, sin especificar fechas. “El producto iba contaminado”, afirmó el secretario de Marina, después de que se hicieran nuevas pruebas químicas el jueves.
A principios de abril, López Obrador dio a conocer una carta a su homólogo chino en la que le pedía apoyo para frenar el tráfico de fentanilo, tras semanas de tensiones con legisladores y agencias del Gobierno de Estados Unidos, como la DEA y el Departamento de Estado, que critican su política de seguridad y señalan a México como el epicentro de la oferta de drogas. Congresistas del ala más recalcitrante del Partido Republicano buscan revivir una propuesta de ley para designar como grupos terroristas a los carteles mexicanos, lo que permitiría que Washington lance operaciones militares en suelo mexicano para cazar a los grupos criminales. El Gobierno de López Obrador ha dicho que el planteamiento es inadmisible y ajeno al derecho internacional. “No le pedimos apoyo antes estos groseros amagos, sino ayuda por razones humanitarias para controlar este tráfico”, escribió el presidente mexicano en un documento de dos páginas. La respuesta de China llegó un par de días más tarde, por medio de Mao Ning, una portavoz del Ministerio de Exteriores. Beijing, rival geopolítico y comercial de EE UU, mostró empatía y condenó “las prácticas hegemónicas y de acoso contra el lado mexicano”, pero aseguró que “no existe el llamado tráfico ilegal de fentanilo” entre ambos países. “El problema del abuso de fentanilo en EE UU tiene sus raíces en sí mismo, y el problema es totalmente ‘Made in the USA’, de fabricación estadounidense”, reviró Mao, una funcionaria de tercer nivel. Después de la respuesta de Beijing del pasado 8 de abril, el Gobierno de López Obrador lanzó un par de días más tarde una nueva pregunta: “Si no se produce en China, ¿entonces dónde?”. Cada bando ofrece versiones completamente distintas.
Anne Milgram, directora de la DEA, afirmó esta semana que los carteles mexicanos tienen un papel preponderante y controlan el mercado ilegal. “Hay dos carteles, el Cartel de Sinaloa y el Cartel Jalisco Nueva Generación, que son responsables de prácticamente todo el fentanilo y las metanfetaminas que se consumen en Estados Unidos”, dijo la funcionaria. Milgram comentó que desde hace años los socios chinos de las organizaciones criminales han dejado de enviar fentanilo directamente a Estados Unidos y se han movido al comercio de precursores, las sustancias con las que se fabrica la droga. “Compran precursores químicos de China, los envían a México, producen fentanilo en masa, buena parte la usan para hacer pastillas falsas y después lo introducen a Estados Unidos por tierra, por aire y por mar”, agregó. Mientras se disparan las tensiones en ambos lados de la frontera, Milgram dio a entender que el diálogo entre la Casa Blanca y las autoridades chinas se mantiene en punto muerto: “Sabemos que China no va a cooperar con nosotros en la lucha antinarcóticos”. Al paralelo, los hijos de Joaquín El Chapo Guzmán, el fundador y líder histórico del Cartel de Sinaloa, se deslindaron de las acusaciones por narcotráfico y delincuencia organizada en su contra, anunciadas en Estados Unidos el pasado 14 de abril. “Jamás hemos producido, maquilado o comercializado fentanilo”, aseguraron Los Chapitos, como se conoce a los herederos del capo, en una carta atribuida a ellos y entregada por uno de los abogados de su padre a los medios. Los herederos del capo dijeron que eran “víctimas de una persecución”, aunque sí aseguraron que “en Sinaloa hay múltiples personas que lo trabajan”.
En medio del último capítulo de la cruzada de EE UU contra las drogas afloran los reproches, los deslindes y las versiones irreconciliables. Estados Unidos apunta a México y a China como los epicentros mundiales del tráfico de fentanilo, un reclamo que se ha intensificado con miras a las elecciones presidenciales del próximo año. El Gobierno mexicano se niega a ser culpado, acusa una campaña de propaganda y pide que su vecino reconozca su responsabilidad como motor de la demanda. Y las autoridades chinas han marcado su distancia, mientras un cargamento con 600 bultos de resina ha vuelto a agitar las aguas. Los Chapitos son más ricos, poderosos y sanguinarios que su padre. Así lo afirmó la directora de la DEA, Anne Milgram, en una conferencia este martes. Fueron 30 minutos de declaraciones explosivas sobre el poder de fuego del Cartel de Sinaloa, los cambios que ha habido bajo la tutela de los herederos de Joaquín El Chapo Guzmán, el efecto corrosivo del fentanilo en Estados Unidos y el papel de México en el negocio mundial de las drogas. “Sus hijos tomaron el control y el cartel nunca ha sido más poderoso, nunca ha hecho más dinero”, dijo la titular de la agencia antinarcóticos de EE UU en una charla auspiciada por el Instituto Milken. Milgram aseguró que la Casa Blanca ha identificado la presencia de la organización criminal en más de 40 países y puso en entredicho las afirmaciones del Gobierno de Andrés Manuel López Obrador de que en el país no se produce fentanilo y que es solo un territorio de paso en la cadena mundial de la oferta de drogas sintéticas. “Hay dos carteles, el Cartel de Sinaloa y el Cartel Jalisco Nueva Generación, que son responsables de prácticamente todo el fentanilo y las metanfetaminas que se consumen en Estados Unidos”, afirmó Milgram durante una conversación con Nick Kristof, columnista del periódico The New York Times. La directora de la DEA dijo que China es el epicentro de la cadena de suministro de la droga sintética, pero aseguró que desde hace años los socios de los grupos criminales han dejado de enviar productos terminados y se han centrado en proveerlos de precursores, los químicos que sirven para la fabricación de las dosis. “Compran precursores químicos de China, los envían a México, producen fentanilo en masa, buena parte la usan para hacer pastillas falsas y después lo introducen a Estados Unidos por tierra, por aire y por mar”, agregó la funcionaria, que llegó al cargo en junio de 2021.
“Creemos que México tiene que hacer más para detener el daño que esto está causando”, declaró Milgram en una comparecencia ante el Senado de Estados Unidos en febrero pasado. En esta ocasión, Kristof preguntó si las presiones sobre el Gobierno de López Obrador darían más frutos en el combate contra los carteles de la droga, pero la directora de la DEA evitó dar una respuesta concreta, tras meses de tensiones entre ambos países en materia de seguridad. Sí dio un diagnóstico de cómo están las relaciones con Pekín: “Sabemos que China no va a cooperar con nosotros en la lucha antinarcóticos”. En cuanto a México, Milgram prefirió, en cambio, mandar un mensaje entre líneas para justificar la cacería que anunció la Administración de Joe Biden contra Los Chapitos el pasado 14 de abril. “Cuando tomé el cargo, quise dar un paso atrás y pregunté quién era el principal responsable del fentanilo que está matando a los estadounidenses. La respuesta fue el Cartel de Sinaloa”, señaló. Las autoridades estadounidenses empujan para concretar la extradición de Ovidio Guzmán El Ratón y ofreció recompensas millonarias para la captura de otros tres hijos de El Chapo: 10 millones de dólares por información sobre Alfredo e Iván Archivaldo Guzmán y cinco millones de dólares para arrestar a Joaquín Guzmán. “Ellos tomaron el mando e hicieron que el cartel fuera más letal y despiadado, y fueron los primeros en fabricar fentanilo y transportarlo en las redes de distribución que vemos al día de hoy”, insistió la funcionaria. Los cuatro hijos del capo y más de una veintena de colaboradores enfrentan una batería de cargos que van desde delincuencia organizada y narcotráfico hasta portación ilegal de armas y lavado de dinero.
Milgram se refirió al fentanilo como “la crisis más urgente que enfrentamos como país” y “la mayor amenaza que hemos tenido que combatir”. “Lo que muestra la acusación contra los Chapitos es la cadena de suministro de fentanilo en todo el mundo”, afirmó. La funcionaria hizo un repaso de cómo el Cartel de Sinaloa evolucionó a partir de 2014 y 2015, incluso antes de la recaptura de El Chapo en 2016, y apostó por el fentanilo como el futuro del negocio. Agregó que se logró rastrear quiénes eran los socios chinos que los proveen de precursores y que también tienen identificados a sus emisarios en Estados Unidos. También habló del “enorme” margen de ganancias del grupo criminal. “A los carteles les cuesta entre 10 y 20 centavos hacer una de estas pastillas falsas en México, que se venden entre cinco y 30 dólares en Estados Unidos”, explicó a la audiencia. A finales de marzo, la DEA dio a conocer en un informe que había creado células especializadas para atacar las estructuras financieras y de narcotráfico del Cartel Jalisco Nueva Generación y el Cartel de Sinaloa, que se nutrían del trabajo de las 334 de la agencia en el mundo. Milgram no dijo en cuáles países operaban Los Chapitos, pero los documentos judiciales del caso contra ellos ponen de manifiesto un corredor panamericano que abarca desde Perú hasta Canadá. La acusación contra Los Chapitos también reveló que agentes antinarcóticos se infiltraron en la cúpula del grupo criminal y desgranaron las técnicas de trasiego, lavado de dinero y torturas contra capos rivales. Pero los hallazgos no cayeron bien al Gobierno de López Obrador, que reclamó que esas operaciones no fueron pactadas ni autorizadas. “Es una intromisión abusiva y prepotente, que no debe aceptarse bajo ningún motivo”, reprochó el mandatario. En este último acto, no hubo ninguna mención sobre los roces que ha habido con México. Un abogado de la familia Guzmán comparte un documento en el que los hijos de El Chapo aseguran que son “víctimas de una persecución” y se deslindan del Cartel de Sinaloa: “No somos la cabeza ni estamos interesados en serlo”, adelantó Azucena Uresti, periodista de ‘Milenio’.
La historia de cómo Estados Unidos se enganchó al fentanilo es una clásica historia económica, de oferta y creación de demanda. Empezó a mediados de los noventa, cuando farmacéuticas como Purdue revolucionaron a base de agresividad las reglas del marketing médico para inundar consultas y botiquines de todo el país con unas revolucionarias pastillas llamadas Oxycontin. No solo venían a acabar de una vez por todas con el dolor, sino que no enganchaban, dijeron. Cuando aquella sensacional oferta decayó, un ejército de adictos se lanzó a las calles con una demanda que parecía superada: buscaban heroína, más barata y también más peligrosa. Hacia mediados de la década pasada, la epidemia de los opiáceos ya era una crisis sin precedentes cuando la historia registró un nuevo inesperado giro con la entrada en escena de una poderosísima droga de la que pocos fuera de un quirófano habían oído hablar hasta entonces. El fentanilo arrasó con todos los hábitos anteriores; en 2022, provocó en torno a las tres cuartas partes de las muertes por sobredosis, que, según han anunciado las autoridades estadounidenses esta semana y a falta de la cuenta definitiva, se espera que marquen un nuevo récord, con cerca de 110.000 bajas. Esto es: más de 2.000 por semana. Sam Quinones, periodista de investigación y escritor, es el gran cronista de la que las agencias de narcóticos ya consideran “la peor crisis en la historia de las drogas en Estados Unidos”. Se ocupó de la primera parte del cuento en Tierra de sueños (Capitán Swing), un exitoso ensayo que le valió el National Book Award y que se detenía en los estragos de los analgésicos en vastas extensiones del Medio Oeste. Ese libro llevó a otro, ‘The Least of Us’ (El más insignificante de nosotros, aún sin traducción al español), que retrata el país “en los tiempos del fentanilo y la metanfetamina”.
Esta última sustancia, cuenta en ‘The Least of Us’, preparó el terreno: gracias a ella, los narcos mexicanos abrazaron el milagro de la droga sintética y “pudieron dejar de ser los meros recaderos de los traficantes colombianos”. Al principio, importaban el fentanilo de China. Cuando Pekín anunció en 2019 que lo prohibía, sus empresas químicas empezaron a venderles los precursores necesarios para fabricar el potente analgésico. “Así fue cómo se convirtieron en los grandes productores y distribuidores de la droga, primero en polvo, y luego disfrazada de pastillas falsas. Al comprobar su enorme potencial, reorientaron su negocio e inundaron Estados Unidos”, explica Quinones en una entrevista telefónica. De nuevo, la oferta y la demanda. El padre del fentanilo es un químico belga llamado Paul Janssen. Su invento (más efectivo y menos oneroso que la morfina) se empezó a usar en cirugías cardiacas y revolucionó la medicina. En 1985, Janssen abrió el primer laboratorio occidental en China para fabricar fentanilo. Lejos de la supervisión de un anestesiólogo, resulta una sustancia altamente mortífera. El primer zarpazo llegó a las calles de Chicago en 2006, donde se conocía con el sobrenombre de “inyección letal”. Sucedió cuando un químico llamado Ricardo Valdez-Torres y apodado El Cerebro convenció a los hombres de Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, de que, antes que la efedrina, convenía fabricar fentanilo (fetty, en el argot). Solo le dio tiempo a enviar a Estados Unidos 10 kilos antes de su arresto en México. Declaró a la policía que lo hizo con la advertencia de que esos polvos había que diluirlos hasta 50 veces antes de venderlos. Tal vez esas instrucciones nunca llegaron a sus destinatarios. O quizá sea muy difícil hacerle creer a un adicto que lo que tiene entre manos es demasiado fuerte. “Parte del problema, entonces y ahora, es que los traficantes no saben cómo usarlo, ni cómo cortarlo”, dice Quinones. La policía desmontó el laboratorio y el contagio quedó aquella vez cortado de raíz.
La segunda embestida llegó hacia 2014 y nada pudo pararla. Los camellos empezaron a cortar otras sustancias, como la cocaína o la metanfetamina, con fentanilo, mucho más barato, “de modo que miles de personas, las que no morían por una sobredosis accidental, acabaron enganchadas a algo que ni siquiera sabían que estaban tomando”. “No solo buscaban aumentar sus beneficios, los traficantes también estaban interesados en crear adictos”, advierte el periodista. Ese fue uno de los motivos que contribuyó a que la droga derribara barreras raciales. Quinones explica que la primera oleada de la crisis de los opiáceos, la de las pastillas con receta, se llevó por delante a una población mayoritariamente blanca (tanto como un 90%). Con el fentanilo fue distinto: se extendió como una especie invasora por las esquinas de las ciudades de todo el país hasta arrasar con la heroína y otras sustancias, del mismo modo que prendió en las comunidades afroamericanas e hispanas. En el libro se cuenta el caso del primer negro que murió en la ciudad de Akron (Ohio). Se llamaba Mikey Tanner, luchó durante 10 años contra la adicción a la cocaína, pero solo duró un par de meses cuando el fentanilo entró en escena. Su historia recuerda a la de las primeras sobredosis en España. Al principio, fueron noticias de portada. Con el tiempo, sus muertos no tenían asegurado ni siquiera un lugar en la página de las esquelas. ‘The Least of Us’ está lleno de terribles historias de consumidores atrapados en una estadística como la de Tanner, que acaban formando el mosaico de una sociedad enferma, acosada por el dolor y el aislamiento. También hilvana el relato del declive del siglo XX americano a través de ciudades como Muncie (Indiana), que fue la “capital mundial” de las cajas de cambios de los coches hasta que todo se fue al carajo, o Kenton (Ohio), un pueblo del cinturón de óxido donde las estrellas del deporte del instituto que empezaron a tomar pastillas para el dolor acabaron enganchadas a la heroína.
La pandemia fue la puntilla. En 2020, las muertes por sobredosis crecieron un 20%, hasta los 91.799 casos. En 2021, se registraron 106.699, según el Instituto Nacional de Abuso de Drogas, un 16% más. Y en 2022, la DEA (siglas en inglés de la agencia antidrogas) se incautó de 50,6 millones de píldoras falsas y de 4.500 kilos de polvo de fentanilo, el equivalente a “más de 379 millones de dosis potencialmente mortales”; más que de sobra, por tanto, para acabar con toda la población estadounidense. “El confinamiento fue terrible para quienes estaban luchando contra la adicción”, recuerda Quinones. “A los que tratan de salir les recomiendan dos cosas: que no se aíslen y que trabajen. Así que el coronavirus fue la tormenta perfecta. Tampoco ayudó que la terapia se hiciera de la noche a la mañana por Zoom”. Las alarmantes cifras despertaron a Estados Unidos a un problema que ha acabado convertido en otro campo de batalla político, entre Estados Unidos y México, así como en clave interna, con los republicanos usando el fentanilo como arma arrojadiza por las políticas de la frontera de la Administración de Joe Biden o por la gestión del aumento de la criminalidad de las grandes ciudades, donde acostumbran a votar demócrata. San Francisco se ha convertido en el gran símbolo: allí ha muerto desde 2020 el doble de personas por sobredosis (unas 2.000) que a causa de la pandemia. A Quinones, que fue reportero de Los Angeles Times, le “sorprenden” esos ataques, teniendo en cuenta que “Donald Trump fue presidente en los años en los que el fentanilo se extendió por todo el país”. “Las autoridades locales están sencillamente desbordadas”, añade. “Este es un problema que tiene que afrontarse como asunto nacional”. En el libro, Quinones se hace dos preguntas clave: por qué alguien querría tomar algo que sabe que lo puede matar y qué puede hacer que un traficante dé a sus clientes algo con muchas opciones de acabar con ellos (y con su dinero). A la primera, el periodista, que se entrevistó como trabajo de campo con destacados neurocientíficos, responde: “Esa es la naturaleza de la adicción; reprograma tu cerebro para que su misión no sea sobrevivir, sino conseguir la droga”. A la segunda, contesta: “El fentanilo se convirtió en la droga más potente de la historia. Cualquiera que se dedicara al negocio sabía que si no la ofrecía se iba a quedar rápidamente sin clientes. Los camellos no se atrevían a no mezclarla con otras. Pronto, se volvió una herramienta de expansión de mercado”. En la entrevista, Quinones destacó otro inesperado efecto: “El fentanilo está acabando con el uso de drogas recreativas en Estados Unidos, un uso que por lo menos lleva entre nosotros medio siglo. Ya nadie se atreve a tomarse una pastilla o una raya en una fiesta por miedo a morir”.
Todo el mundo habla de fentanilo. De un tiempo a esta parte, el opioide domina la conversación pública —o, por lo menos, la agenda política—. La potente droga causa estragos en Estados Unidos y tensiones diplomáticas con México, acusado de ser uno de los mayores productores, y China, en pleno contexto de una nueva Guerra Fría que amenaza con calentarse semana a semana. Del estupefaciente se dicen muchas cosas. Unas ciertas; otras, no tanto. EL PAÍS reúne a tres expertos que han estudiado desde la farmacología, la antropología o la medicina el funcionamiento del fentanilo: las implicaciones médicas y sociales de la adicción, la tortura que supone el síndrome de abstinencia, la facilidad de conseguir una dosis más en unas calles inundadas por la ley de la oferta y la demanda, la alta probabilidad de una sobredosis o la criminalización que supone para los consumidores. “Toma el mejor orgasmo que hayas tenido, multiplícalo por 1.000 y ni siquiera andarás cerca”, proclamaba en ‘Trainspotting’ (1996) un Ewan McGregor de pupilas dilatadas mientras relataba las desventuras de un grupo de adictos a la heroína en un Edimburgo gris y sin futuro. La frase encuentra ecos casi tres décadas después en una afirmación repetida hasta la saciedad: el fentanilo es 50 veces más potente que la heroína. ¿Significa esto que su efecto es 50 veces superior al de la droga que arrasó generaciones enteras en los 80 y los 90? La respuesta es no: “Cuando decimos que el fentanilo es 50 veces más potente que la heroína, estamos diciendo que necesitas 50 veces menos. Tiene el mismo efecto que la heroína en términos de euforia, pero con 50 veces menos cantidad”, aclara la farmacóloga Silvia Cruz, coautora del libro ‘Lo que hay que saber de drogas’.
“En farmacología se confunden mucho potencia y eficacia. Eficacia es la capacidad de hacer algo: cuánto dolor puede quitar un analgésico. La potencia es la cantidad que necesitas para lograrlo”, continúa. En el caso del fentanilo, que con 50 veces menos cantidad se logre un efecto similar al de la heroína se convierte en uno de sus principales riesgos: “Muy fácilmente buscando una dosis euforizante llegas a la dosis letal”. En números: “Necesitas 10 miligramos de morfina para quitar el dolor más intenso en una persona de 70 kilos y solo 0,1 miligramos de fentanilo. El cálculo que yo hago es que con un kilo de fentanilo te alcanza para medio millón de dosis mortales”, abunda Cruz. Fernando Montero, antropólogo médico con más de 10 años de experiencia en investigaciones sobre consumidores y vendedores de droga, matiza: “Se dice que es más potente que la heroína, pero es una manera muy pobre de describirlo. El fentanilo es una sustancia más débil que la heroína: se adhiere a los receptores opioides del cuerpo de manera más fácil y más fuerte, causa una mayor depresión del sistema nervioso central, pero también se metaboliza más rápido, el efecto dura mucho menos y, lo que es aún más importante, los síntomas de abstinencia aparecen más rápido”. Por ello, explica, a menudo se mezcla con otras sustancias como la xilacina, un tranquilizante para caballos, para prolongar el efecto.
Los expertos describen el efecto del fentanilo como una especie de euforia pacífica, relajada. “Los opioides dan sensación de bienestar, cualquier dolor lo quitan, es una sensación como de estar flotando sin dolor, aislado del medio externo”, explica Guillermo Domínguez, médico intensivista y anestesiólogo del Instituto Nacional de la Nutrición. “El opioide más usado alrededor del mundo en anestesia es el fentanilo”, señala el doctor. Por eso no debe criminalizarse su uso como medicamento legal, apuntan los especialistas. “La heroína siempre se describió como una substancia que te abraza completamente, de cuerpo completo, muy placentera. Cuando es pura, el efecto puede durar de 10 a 12 horas. La experiencia del fentanilo es más localizada en el cuello, la cara. Se consigue un efecto similar pero por muy poco tiempo. El rush [subidón] inicial del fentanilo, la euforia de los primeros 10, 15, 30 segundos, sí es más fuerte que el de la heroína, pero después el resto de la experiencia dura muchísimo menos”, reitera Montero. El fentanilo puede inyectarse, inhalarse, fumarse o tragarse en pastillas, aunque si algo tiene la adicción es que las formas de consumo son creativas y se adaptan al entorno constantemente. “En la calle han encontrado desde polvo, cosas que parecen terrones de azúcar, pastillas azules [llamadas M30] y de colores, y seguramente ya están saliendo otras porque es como cualquier mercado, hay más oferta”, señala Cruz. El polvo y las pastillas, según la experta, son la forma más común de consumir. En el caso de las pastillas se trituran, luego el polvo se quema sobre papel de aluminio, de la misma manera que la heroína, y se aspira el humo. Montero, al contrario, asegura que la opción más extendida para consumir fentanilo es la inyectada, como herencia de la heroína: Durante décadas, en Estados Unidos había dos monopolios: en el este, la heroína en polvo blanco procedente de Colombia; en el oeste, heroína sólida y negra procedente de México. “En el este el fentanilo entró camuflado por parecerse a la heroína. En el oeste no se podía inhalar porque lo que se vendía era una goma negra, entonces la gente la inyectaba. Se puede fumar, pero no se considera una manera eficiente de consumir, se pierde mucho de la sustancia. La inyección entre la gente con la que trabajo, que vive en la calle, es por mucho la manera más común de consumir”.
La euforia de la primera dosis se disipa en la segunda. Aún más en la tercera. El cuerpo genera rápidamente tolerancia a la droga, lo que provoca que para recuperar la misma paz de la primera vez, se consuma con más frecuencia o en mayor proporción. “Llega el momento en que los usuarios están aumentando tanto las dosis que no da tiempo de poder ir graduando y son letales cuando se acumulan”, apunta Domínguez. “Se desarrolla tolerancia al efecto eufórico y analgésico, pero no a la depresión respiratoria que el fentanilo provoca. Buscando el efecto euforizante se llega a la dosis letal”, amplía Cruz. Y cuando no se consiguen las suficientes dosis para mantener el efecto, aparece rápidamente la abstinencia. “Es una experiencia de tortura que no le deseas ni a tu peor enemigo”, dice Montero. El fentanilo inhibe las células. Cuando desaparece el inhibidor, estas se hiperexcitan. “Cualquier cosa hace que esas neuronas se activen en todo el sistema nervioso”. Lo primero que aparece es la hiperalgesia, lo opuesto a un efecto analgésico. “Duele lo que no debería doler”, explica Cruz. Empieza como una gripe, el cuerpo produce lágrimas y mocos, dolor en las articulaciones, diarrea, vómito, escalofríos, calambres intestinales, contracciones, movimientos incontrolables en las piernas… “Alcanza su máximo a las 72 horas, y se siente muy mal durante una semana físicamente. Si pueden conseguir el opioide lo van a conseguir, para ellos es estar enfermo y curarse”.
Alrededor de 70.000 personas murieron de sobredosis por culpa del fentanilo solo en 2021; o lo que es lo mismo, casi 200 personas al día, un aumento del 94% respecto a dos años antes, según un estudio del Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades de EE UU (CDC, por sus siglas en inglés). Tomar una sobredosis letal, explican los expertos, es fácil. “El fentanilo tiene, a diferencia de la heroína y la morfina, una enorme capacidad por su estructura química de atravesar barreras biológicas y llegar rápidamente al sistema nervioso central. Llega tan rápido que una persona se puede morir con la jeringa puesta”, ilustra Cruz. El fentanilo actúa como un depresor del sistema nervioso central e inhibe a las neuronas que controlan la respiración, las que hacen que inspires y espires de manera automática. Es decir: el cuerpo se olvida de respirar y mueres. Montero, sin embargo, aporta otra visión: “Hay un millón de personas usando fentanilo, lo que significa que no es el veneno que todo el mundo cree, es posible tener una adicción y no morirse, la gran mayoría de personas están en esa condición”. Sin embargo, las sobredosis con el fentanilo son más probables que con la heroína, señala el antropólogo. La sustancia se corta y mezcla con otras, y un error que suministre una dosis mayor de fentanilo —algo fácil, porque el porcentaje que se puede consumir del opioide es ínfimo— puede ser letal. En muestras estudiadas en EE UU se descubrió que muchas de las dosis llevaban un 2-10% de fentanilo y el resto de xilacina, el tranquilizante para caballos, u otras drogas.
“El mercado no está regulado y hay ciertos vendedores que cometen un error y ponen mucho fentanilo en la sustancia. En Filadelfia, donde hay un mercado bastante estructurado, vemos que eso no sucede mucho. Los mayoristas saben lo que están haciendo porque no quieren matar a los consumidores, dependen de ellos para seguir vendiendo, además de que si se mueren muchos atraen el control de la policía, entonces hay un control de calidad, pero los mecanismos que tienen son muy rudimentarios”. El principal antídoto para una sobredosis de fentanilo es la naloxona, que se adhiere a los mismos lugares que el fentanilo, pero al tener mayor afinidad con el cuerpo desplaza al opiode. No causa adicción ni genera un efecto de euforia, pero sí síndrome de abstinencia, advierte Cruz. “Nada que ver con la metadona, que hace que la gente se sienta bien y mantiene calladas a las neuronas. Lo ideal es tener naloxona para las sobredosis y metadona para que los usuarios no pasen por el proceso de desintoxicación a la buena de dios y sufriendo muchísimo”, sostiene la experta. Montero vivió durante años en una calle del barrio de Kensington, Filadelfia, donde sus vecinos eran dealers. “El vendedor a nivel callejero no tiene ningún rol en la sustancia, ya viene empacada tres niveles por encima de ellos en la cadena de suministro. Hay mayoristas que viven en los suburbios, ellos la están mezclando y no reciben ninguna atención ni de la policía ni de la salud pública ni del periodismo. En EE UU están tan obsesionados con lo punitivo que responsabilizan al vendedor callejero sin saber cómo funcionan los mercados, simplemente suponen que el dealer es malévelo y criminal,
Este es un relato de globalización, capitalismo y drogas, pero también de manos corroídas por el trabajo en el campo, cosechas perdidas y comunidades que agonizan: una historia que puede rastrearse desde los campesinos que cultivan la amapola en las aisladas montañas de Guerrero, México, hasta los adictos al fentanilo que pueblan las esquinas de Los Ángeles, Estados Unidos. En un mundo interconectado hasta la saciedad, esa vieja idea de la teoría del caos que dice que el aleteo de una mariposa en Hong Kong puede traducirse en un huracán en Nueva York alcanza los rincones más insospechados de la realidad. Las drogas duras no son una excepción. Hace 15 años, el fotógrafo César Rodríguez (Tepic, Nayarit, 39 años) conoció la montaña de Guerrero mientras trabajaba evaluando albergues indígenas. Ya nunca dejó de regresar. “Me marcó mucho. Iba, tomaba fotos, hablaba con la gente, me perdía un rato”, narra por teléfono. El carrete de su cámara se inundó de instantáneas de aquellos parajes en los que el cultivo de amapola era el centro de la vida económica, pero también social y cultural. De la flor se extrae una especie de resina de color marrón, llamada goma, que, después de secarse, se convierte en heroína, una potente, adictiva y letal droga que Estados Unidos y Canadá consumían masivamente —el 90% del producto, procedente de México—. El tráfico hacia el otro lado de la frontera supuso, durante décadas, el principal ingreso de estos pueblos. Hasta que llegó un nuevo narcótico que empezó a desplazar al opiáceo en el mercado: el fentanilo, una sustancia que arrasa en las calles estadounidenses y ha provocado una grave crisis de salud pública, además de tensiones diplomáticas entre México, la Casa Blanca y China. Con el declive del consumo de heroína llegó la decadencia. Las comunidades se rompieron, el dinero se esfumó, los hombres volvieron a emigrar. Y allí estaba Rodríguez, para documentarlo todo en Montaña roja, considerado uno de los mejores fotolibros de 2022 por el prestigioso MoMa (Museo de Arte Moderno) de Nueva York.
“Cosechan y cultivan para sobrevivir. Yo quería centrarme en la gente: las tradiciones, el estilo de vida por allá, sus rituales… Y vi que todo gira alrededor de la amapola: hay rituales para una mejor lluvia; si hay mejor lluvia, mejor cosecha; les piden a los curas que vayan a bendecir sus campos; o piden que no vaya el Ejército a quemarles y cortarles sus campos; las fiestas se pagan con dinero de la amapola; algunas personas mandan a sus hijos a estudiar fuera por el dinero de la amapola… La amapola es una economía para ellos…”. Montaña roja forma parte de un proyecto más grande, un intento de juntar fuerzas entre la academia y el periodismo para relatar problemáticas tan complejas como la de la amapola y el fentanilo. “Desde el inicio de nuestras temporadas en la sierra, la gente empezaba a decir: ‘Los chinos exportan una nueva droga y los gringos no quieren más heroína’. Todo el mundo te contaba la historia. La gente no vio esa crisis de la amapola durante muchísimo tiempo en México, pero los campesinos lo tuvieron muy claro, como una especie de intuición macroeconómica. Es muy interesante cómo circula la información en un mercado ilícito, cómo la información de la calle en Estados Unidos termina en los campesinos de la sierra de Guerrero”, reflexiona Romain Le Cour, cofundador de Noria, uno de los centros implicados en la investigación.
“Lo que intentó hacer César en el libro es mostrar que una economía ilícita está completamente incrustada en la vida cotidiana”, continúa Le Cour, doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de la Sorbona. Las fotografías de Rodríguez retratan Guerrero con la poesía pausada del blanco y negro: caminos de tierra que se pierden entre la niebla de las montañas; cabañas humildes, chabolas de plástico y aluminio; perros callejeros; mujeres de pelo muy blanco y caras surcadas de arrugas en iglesias que se caen a pedazos; campesinos de hombros caídos y mirada cansada, cortados por el mismo patrón de vaqueros, huaraches y sombreros; manos viejas y callosas, curtidas por el polvo, la siembra y la cosecha, con las cicatrices universales que dejan las eternas jornadas de trabajo en el campo; sembrados de amapola en la soledad de las laderas, con esas flores de tallos finos coronadas por una bola que recuerdan a la morfología de un cetro. Hace años, durante el boom de la heroína, en Estados Unidos se pagaba a 30.000 pesos el kilogramo de goma de amapola. Con el auge del fentanilo, el precio descendió a 3.000 pesos por kilo, una cifra que está lejos de ser rentable para los agricultores. “La gente nos decía: ‘Tengo campos de amapola, pero nadie me compra la goma’. Hay una visión de que la droga es el producto más rentable del mundo, no puede entrar en crisis, pero lo que se documenta en este proyecto es la crisis económica bastante inédita de una droga: es un producto que ya no vende por una transformación macro del mercado, de la demanda… Fue una desgracia para los campesinos de Guerrero, Sinaloa, Nayarit o Durango que se dedicaban al cultivo de amapolas durante décadas. Era la fuente de ingreso”, explica Le Cour.
La amapola, razona el académico, era “casi un subsidio”. “Surgió, se instaló, creció, se expandió y en la sierra y montaña la gente la empezó a cultivar hasta en el patio de su casa, sinceramente muy poco escondida, aunque reprimida de forma bastante discrecional por el Ejército. Una generación le pasó la actividad a la siguiente y permitió limitar durante un ratito cierta emigración a Estados Unidos. Permitió a la gente regresar a las comunidades, invertir en ellas, mandar a sus hijos a la universidad. Fue un subsidio muy fuerte a zonas muy pobres y muy abandonadas por el Estado”. Pero todo llega a su fin. Sin la amapola, la fuente de ingresos se secó. Los habitantes de la montaña volvieron a emigrar hacia el norte, a Estados Unidos o las ciudades mexicanas, para enviar remesas a casa. Muchos otros tuvieron que trabajar otra vez como jornaleros, vendiendo sus días a cambio de sueldos míseros. “Hay una pauperización muy fuerte de comunidades que ya eran muy pobres. Por el momento no somos capaces de evaluar el impacto, pero hay una oportunidad increíble de volver a integrar a esta gente a economías lícitas por un regalo que le hizo la economía al Gobierno mexicano al sacar la amapola”, argumenta Le Cour.
Desde que Rodríguez empezó a ir a la montaña, el paisaje ha sufrido algunos cambios. Ahora, muchos campesinos dejan que las flores se pudran en los campos ante la falta de compradores. Otros se aferran a un pequeño repunte en las tarifas. Algunos, los menos, ya han empezado la transición a cosechas de aguacate o limones. El fotógrafo narra la historia de un hombre que, gracias a la amapola, pudo mandar a sus dos hijos mayores a la universidad. El tercero no corrió la misma suerte: quería estudiar informática, pero cuando tuvo la edad suficiente, los ahorros se habían esfumado y tuvo que quedarse en el pueblo y ayudar a su padre con la cosecha. La violencia es, también, un fantasma que acecha las comunidades. Los grupos criminales que quieren hacerse con el control del negocio amenazan la paz de la montaña. En los pueblos se han formado grupos de autodefensa integrados por los propios campesinos. “Cuando fuimos la zona era muy libre de carteles, solo iban a comprar el producto, pero las últimas veces que fuimos el cartel ya empezaba a entrar. Nos comentaron que un pueblo está rodeado de pueblos dominados por el cartel: están encerrados, los niños no van a la secundaria porque está en otros pueblos rivales. Ahí estás en una paz aparente, se escucha por acá un balazo, por acá otro, ráfagas”, relata Rodríguez.
En el libro, hay una fotografía que ilustra el problema. Es una mano vieja, cubierta de polvo, con tierra entre las uñas. En la palma, muestra dos balas. Pertenecía al líder de un grupo de autodefensa. “Un año después de tomar la foto, lo asesinaron. Fue muy duro”, dice Rodríguez. No todo fueron malos recuerdos, sin embargo. “Con algunos sigo en contacto: alguno de los jóvenes de las fotos migró a California, tengo pendiente ir a visitarlos con sus copias de los libros. Están trabajando de mojados y nos mandan memes y videos trabajando en la fresa”. Campesinos que migran para seguir siendo campesinos. Comunidades que agonizan ante los cambios en las dinámicas del mercado. Drogas que pasan de moda y crisis de salud pública que se suceden.

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