Vértigo en el ‘caso Ayotzinapa’

  • La presentación del informe de la comisión presidencial, la detención del exfiscal federal y su comparecencia ante el juez, además de la orden de captura contra 20 militares, elevan la intensidad de la investigación…

SANTIAGO J. SANTAMARÍA GURTUBAY

El cambio climático en España y Europa centran los titulares de los principales periódicos del continente. Incendios en los bosques debidos principalmente a las altas temperaturas, superiores a los 40 grados y cercanos a los 50, junto a la sequía de los pantanos… y los ríos como el Sena, el Rin, Volga, Danubio, Loira, Elba, Tajo, Guadiana, Guadalquivir, Vístula, Po, Garona, Ródano, Támesis… con apenas caudal, comparten espacios en El País, Le Monde, Times, Der Spiegel…, con la hoguera que oscurece México desde 2014… “Baja la espuma alrededor del caso Ayotzinapa y empiezan a aflorar los análisis de lo sucedido en los últimos días, una catarata de novedades dominada por la detención del exfiscal Jesús Murillo Karam. El primer investigador del ataque contra los estudiantes normalistas en Iguala ha comparecido ante el juez. En una audiencia larga, la Fiscalía ha presentado las acusaciones en su contra por los delitos de tortura, desaparición forzada y obstrucción a la justicia…”, afirmaba el periódico El País de Madrid, en España.

La duda era si el juez procesaría a Murillo o no. Después de una audiencia de 12 horas, el juez ha procesado al exprocurador. Jesús Murillo Karampermanecerá en prisión, donde duerme desde su detención el viernes de la pasada semana. El arquitecto de la “verdad histórica” aguardará entre rejas el juicio, salvo cambio en la medida cautelar. Por los delitos que le acusan, el exfiscal afronta decenas de años de prisión. Solo por desaparición forzada podrían caerle hasta 40. Murillo tiene 74 años. En síntesis, la Fiscalía acusa a Murillo de permitir y evitar denunciar la tortura que infringieron sus subordinados a cuatro detenidos por el caso. La dependencia señala además que el exfiscal impuso una línea de investigación parcialmente falsa, que impidió seguir buscando a los 43 estudiantes desaparecidos. Esto, con el objetivo de atajar el “clamor social” que había provocado el caso. Por último, los investigadores afirman que el presunto culpable organizó la manipulación de una de las presuntas escenas del crimen, el paraje del Río San Juan, donde sus secuaces hallaron restos de uno de los 43, Alexander Mora, en condiciones muy extrañas.

Hasta la fecha, Murillo es el exfuncionario de mayor rango procesado por el caso Ayotzinapa. Sus dos inmediatos subordinados en la época, acusados como él, están en busca y captura. El entonces titular de la Agencia de Investigación Criminal, Tomás Zerón, es uno de ellos. Mencionado hasta la saciedad en la audiencia como brazo operador de Murillo en terreno, Zerón huyó a Israel hace años. Caso parecido es el de Gualberto Ramírez, subordinado de Zerón, prófugo de la justicia. Entre los tres, dice la Fiscalía, se armó un plan para cerrar rápidamente el ataque contra los estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa. El miedo de las familias de los estudiantes de Ayotzinapa y de parte de la opinión pública era que la Fiscalía falle en el proceso y no logre doblegar a Murillo. Los casos de Emilio Lozoya, exdirector de Pemex, o la propia Rosario Robles, exsecretaria de Estado, presentados como orquestadores de corruptelas pasadas, parecen deshacerse en manos de la agencia investigadora. El mismo viernes, 19 de agosto, mientras Murillo estaba en la Fiscalía, Robles recuperaba la libertad después de tres años. La acusación contra ella se mantiene, pero seguirá su proceso en libertad.

En la audiencia contra Murillo, según medios presentes en el juzgado, caso de Animal Político o Reforma, la Fiscalía ha acusado al exfiscal de permitir que se torturara a detenidos para construir un relato, la célebre “verdad histórica”, término que él mismo usó al presentar su tesis del caso, a principios de 2015. Según los fiscales, Murillo y sus funcionarios inventaron una historia que planteaba la muerte de los estudiantes, su quema en un basurero y el despojo de sus restos en un río, para contener el hartazgo de la sociedad. Durante la presentación de las acusaciones, los representantes de la Fiscalía han explicado el presunto origen de la “verdad histórica”, según los medios citados arriba. Los fiscales han señalado que fue una reunión celebrada el 7 de octubre de 2014, en Iguala, dos días después de que la vieja Fiscalía asumiera el caso. Allí estuvo Murillo, además de su operador en el terreno, Tomás Zerón, y otros representantes de la vieja Fiscalía. También acudió el jefe de la Policía Federal en Guerrero entonces, Omar García Harfuch, actual jefe de policía de Ciudad de México. García Harfuch siempre ha dicho que para cuando ocurrió el ataque, sus jefes le habían encomendado tareas en otra región. 

México atendía atónito a la detención de Murillo, impactado todavía por las conclusiones del informe de la comisión gubernamental que investiga el caso. En la tarde del jueves, 18 de agosto, el subsecretario de Derechos Humanos, Alejandro Encinas, responsable de la comisión, había cambiado finalmente la versión oficial del ataque contra los estudiantes. Encinas calificó la desaparición de los 43, el asedio de criminales y policías a los estudiantes, la omisión de autoridades como el Ejército, y el intento posterior de los investigadores de ocultar lo ocurrido, como crimen de Estado.Concluía así el trayecto de la “verdad histórica”, herida de muerte desde hacía años, señalada como un burdo montaje por los actuales investigadores. Según Encinas y la unidad de la Fiscalía que investiga el caso, los 43 no murieron asesinados en el basurero de Cocula, como dijo Murillo. De hecho, nunca estuvieron juntos allí. El grupo criminal que perpetró el ataque junto a autoridades, Guerreros Unidos, no quemó allí sus cuerpos. Tampoco arrojó sus restos al río San Juan, como detalló el exfiscal. Encinas dio a los estudiantes por muertos, hecho notorio: ningún alto funcionario del Estado había hecho tal cosa en público, de manera oficial.

Las familias no quisieron contestar. Pidieron un tiempo para reflexionar sobre lo que habían escuchado. Nada en el discurso de Encinas hacía pensar que lo que ocurriría en la tarde siguiente era posible, la detención de Murillo. Menos aún que ya entrada la noche, la Fiscalía informaría de las órdenes de captura contra 20 mandos militares y elementos de tropa, además de 44 policías, 14 presuntos integrantes de Guerreros Unidos y cinco “autoridades administrativas y judiciales” del Estado de Guerrero. La investigación parece cobrar así nueva vida, después de meses de frustración con las autoridades. Animadas por el hallazgo de restos de dos de los 43 en 2020 y 2021, en un escenario distinto al que había planteado Murillo, la barranca de la Carnicería, las familias de los 43 exigían que los responsables de la primera etapa de las pesquisas fueran llevados ante la justicia. En México, muchos tenían en mente al director de la Agencia de Investigación Criminal, Tomás Zerón, huido desde hace años, refugiado en Israel. La actual administración de la Fiscalía le acusa de los mismos delitos que a Murillo, además de otros financieros. Las dificultades para traer de vuelta a Zerón, pese a la visita del propio Encinas a Israel y el ofrecimiento de ventajas procesales, desanimaban a las familias. Zerón se negaba a volver y no había noticias de la investigación contra Murillo. A diferencia del primero, la Fiscalía no había informado de que había pedido la detención del exfiscal, menos de que el juez había accedido. Ante las noticias de la captura del antiguo procurador, los familiares y sus abogados publicaron un escueto comunicado: “El proceso que inicia podría contribuir a que empiecen a rendir cuentas las autoridades implicadas en la creación de una versión sin sustento”.

Murillo Karam se convirtió durante los meses siguientes de la tragedia en el blanco de toda la indignación nacional. En una conferencia de prensa que le ha acompañado siempre y que formaba parte del plan para crear la “verdad histórica”, después de anunciar que tenían confesiones de sicarios que aseguraban que habían asesinado brutalmente a los 43; que el alcalde de un municipio los había entregado a un cartel porque habían intentado reventar un acto público de su esposa; que no era seguro que pudieran identificar alguna vez sus restos, ya que fueron quemados y arrojados a un río; quedaban demasiadas dudas. Y un periodista le hizo una pregunta, pero lo que trascendió fue una lamentable respuesta: “Ya es suficiente. Ya me cansé”. La frase del procurador irritó a una sociedad horrorizada por la desaparición de los jóvenes. Y muchos años después, se convirtió en el lema oficial de la indignación de los mexicanos contra el Gobierno de Enrique Peña Nieto.

Pepe Flores cumplía órdenes del alcalde, José Luis Abarca, y también de su esposa, María de los Ángeles Pineda, ambos militantes del PRD, en tiempos todavía de Andrés Manuel López Obrador, antes de su Morena. “En este territorio bipolar, el carnaval coexiste con el apocalipsis. El emporio turístico de Acapulco y la riqueza de los caciques contrasta con la pobreza de la mayoría, y el narcotráfico no es la principal causa de su deterioro”, escribe Juan Villoro. Los gobiernos federales de Felipe Calderón (PAN) y Enrique Peña Nieto (PRI), recurrieron a métodos ilegales para combatir a la delincuencia organizada en el marco de una impunidad casi total hasta ahora. Alberto J. Olvera del Instituto de Investigaciones Histórico-Sociales de la Universidad Veracruzana, emula a Emile Zola con otro ‘Yo acuso’: “El Estado fue el que desapareció a cientos de personas en Veracruz y probablemente a miles a nivel nacional. Entregar la seguridad del país a las fuerzas del orden en la ausencia de instituciones de justicia operativas es garantizar la violación de los derechos humanos”…

Ante la excesiva politización de este trágico caso, posiblemente nunca conozcamos la ‘verdad’ que satisfaga a familiares y amigos de los normalistas y a una escéptica opinión pública nacional e internacional. El relato oficial, cuestionado por la OEA (Organización de Estados Americanos) y forenses argentinos,  sostiene que la noche del 26 al 27 de septiembre de 2014, los 43 estudiantes, tras ser capturados por la Policía Municipal de Iguala, fueron entregados a los sicarios de Guerreros Unidos, que les asesinaron e incineraron en el recóndito vertedero de la vecina Cocula. “En este territorio bipolar, el carnaval coexiste con el apocalipsis. El emporio turístico de Acapulco y la riqueza de los caciques contrasta con la pobreza de la mayoría, y el narcotráfico no es la principal causa de su deterioro”, escribe Juan Villoro. Un muerto volvió a la vida. El jefe de la Policía Municipal de Iguala, Felipe Flores Velázquez, fue detenido tras dos años de fuga. Considerado el lugarteniente del alcalde, José Luis Abarca, y también el brazo ejecutor del cártel de Guerreros Unidos en la ciudad, su captura iba a suponer un salto de gigante en la investigación. No ha sido así. 

Pepe Flores, al que muchos policías daban por eliminado, tiene las claves de lo que ocurrió aquella trágica noche del 26 al 27 de septiembre de 2014. No sólo dio la orden de arrestar a los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa sino que fue el encargado de entregarlos, según la reconstrucción oficial, a los sicarios acusados de su liquidación. Su testimonio pudiera haber arrojado luz sobre estos controvertidos hechos. O también sombras. Pero en cualquier caso anunciaba una sacudida de proporciones aún desconocidas. Los detalles de su captura permanecen en la penumbra. Fuentes oficiales señalaron que el arresto se efectuó en la madrugada, en la misma Iguala, cuando visitaba a su esposa. Su captura en la  ciudad donde imperó a sangre y fuego era una clara muestra de su impunidad y suponía otra muesca a una investigación ya de por sí vapuleada. Tras 130 detenidos, 422 resoluciones judiciales y 850 declaraciones, la noche de Iguala aún espera su amanecer. La versión oficial no ha logrado su principal objetivo: convencer a la ciudadanía. Las dudas sobre aspectos clave como la hoguera donde supuestamente ardieron los normalistas y la inacción del Ejército, prendió un fuego mayor, el de la desconfianza. Abrasados por ella, fueron cayendo los sucesivos puntales de la investigación. Primero, el procurador general de la República, Jesús Murillo Karam; después el jefe de la Agencia de Investigación Criminal, Tomás Zerón. Ni siquiera la intervención de un grupo de expertos independientes logró restablecer el equilibrio. Por el contrario, sus diferencias con la Procuraduría desembocaron en un sonoro portazo y nuevas dudas.

En este escenario, la figura del jefe policial de Iguala pudo ser decisiva. Su proximidad a los hechos y, sobre todo, su papel nodal entre el cártel de Guerreros Unidos y la autoridad civil eran claves para entender la implicación del Estado en la desaparición de los 43 estudiantes. Y también en crímenes previos que alimentaron el aberrante clima de impunidad que se vivía en Iguala. Los testimonios señalan que Flores era el principal verdugo del clan Abarca. Él dirigía con ayuda de sus agentes las operaciones de secuestro y tortura, y luego entregaba a las víctimas a su jefe para que las liquidase. Esto ocurrió en mayo de 2013 con el líder campesino Arturo Hernández Cardona. El relato de un superviviente muestra como después de obligarle a cavar su tumba, Flores lo entregó al alcalde de Iguala, que le mató de dos disparos. Uno en el pecho y otro en la cara. Pese a esta clamorosa complicidad con Abarca, de quien también es primo, Flores burló durante dos años la persecución policial. Su fuga mostró la debilidad de las instituciones y fue un presagio de cómo se desarrollarían las primeras etapas del caso. En la noche de los hechos, el jefe policial informó a otras fuerzas de seguridad de que no se habían registrado detenciones.

Y cuando en los días siguientes, todas las miradas estaban puestas en él y en su evidente implicación, acudió a declarar al ministerio público, entregó a sus agentes y salió por la puerta grande para no volver a la luz. Su huida supuso un golpe terrible a la credibilidad de la investigación y, aunque el alcalde cayó al poco tiempo, alimentó durante todos estos meses la sospecha. Capturado, muchos esperaban que su testimonio aportara algo de luz. Sin embargo, optó por la misma línea de defensa que su primo, negando su participación en las desapariciones. En su mano y en la de la Justicia, estaba el aclarar uno de los crímenes más dolorosos de México. La hoguera en la que México arde desde la noche del 26 de septiembre de 2014 estabadestinada a no apagarse nunca. La reconstrucción del secuestro y muerte de los 43 estudiantes de Ayotzinapa aún ofrece zonas ciegas y sorprendentes bifurcaciones. La última puerta la abrió, gracias a un testigo protegido, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH). En una inesperada vuelta de tuerca, el presidente de este organismo público presentó una línea de investigación que implica en la matanza a la Policía Federal, pide revisar el papel del Ejército, ofrece nuevas escenarios para las desapariciones y aporta un tenebroso e inédito personaje a la trama: un líder criminal llamado ‘El Patrón’.

Las revelaciones parten de un testigo presencial que no participó en los crímenes. Su relato, según la comisión, ha sido corroborado por “diversas pruebas” y se centra en uno de los tres autobuses implicados en la tragedia: el Estrella de Oro 1531. Un transporte que la Policía Municipal de Iguala, embarcada aquella noche en una feroz persecución de los normalistas, detuvo a balazos junto al Puente del Chipote. Dentro iban de 15 a 20 estudiantes, entre ellos, Alexander Venancio Mora, la única víctima cuyos restos han sido identificados hasta la fecha. Rodeados por los agentes, los normalistas evitaron bajar del autobús. Pero la fuerza pudo más. A golpes y con gases lacrimógenos fueron sometidos. Una vez en el asfalto, les pusieron boca abajo y los esposaron. Fue entonces cuando los policías se dieron cuenta de que no tenían coches suficientes para transportarlos y pidieron apoyo a los agentes de la localidad de Huitzuco (16.000 habitantes). Acudieron tres patrullas. Cuando estaban subiendo a los normalistas en los coches, hicieron su aparición dos unidades de la Policía Federal, una fuerza que depende del Gobierno central.

Se inició entonces una macabra discusión. ¿Qué hacer con los estudiantes? “Por consenso”, según el relato de la comisión, decidieron conducirles ante un extraño personaje llamado ‘El Patrón’, posiblemente un cabecilla del sanguinario cártel de Guerreros Unidos, para que decidiese su destino. Las patrullas municipales de Huitzuco se los llevaron. Fue la última vez que se les vio con vida. Lo que ocurrió después es un misterio. La investigación no aclara si los detenidos fueron agrupados con el resto de normalistas capturados en Iguala y entregados al cártel de Guerreros Unidos para su eliminación. Pero, en cualquier caso, esta versión ofrece un ángulo inédito de aquella noche. Y por ello mismo viene cargada de dinamita. ¿Cómo es posible que hasta la fecha no se conocieran estos detalles? ¿Ni que Huitzucofigurase en la geografía del crimen? La misma CNDH sostiene que sus pesquisas han sido obstaculizadas y que las empresas que deberían haber informado ocultaron los hechos a la fiscalía y encubrieron a los criminales. Pero la onda expansiva va mucho más allá de una nueva fisura en la “verdad histórica”. Las implicaciones de esta reconstrucción, aunque no sean incompatibles con la hipótesis oficial del asesinato y quema en el basurero de Cocula, amenazaban con abrir una nueva crisis de confianza. La presunta participación de la Policía Federal no sólo pone en entredicho a este cuerpo, sino a sus superiores políticos. Tras investigaciones iniciadas 42 meses atrás, es difícil entender cómo no se llegó antes a determinar la participación de sus agentes. Y en el mismo brete queda el Ejército. Cómo recuerda la Comisión Nacional de Derechos Humanos, está demostrado que al menos un militar acudió esa noche al Puente del Chipote, presenció el enfrentamiento con los agentes y tomó cuatro fotografías. ¿Por qué no hicieron nada? Con la Policía Federal y el Ejército salpicados, el fuego de la polémica ha vuelto a prender

Las familias no dan por cerrado el caso. Y una parte importante de la sociedad mexicana ha quedado frustrada por los incesantes vaivenes de las pesquisas. Aunque lleguen nuevos resultados y se avance en la línea oficial, la herida de Iguala aún tardará años en cicatrizar. La muerte, esa vieja amiga de México, aún está demasiado presente. La hoguera del caso Iguala sigue prendiendo la polémica. 

Eran las siete y cuarto de la tarde de un viernes cuando Naborina Salgado Macedonio oyó seis detonaciones trepar por el hueco de la escalera. Abajo, en el descansillo de la entrada, había quedado sin vida Justino, su hijo. Un balazo le había atravesado el rostro, otros dos el abdomen… La reconstrucción policial demostraría que, antes de morir, el hombre, vestido aquel día con su guayabera más blanca, había intentado subir las escaleras para buscar refugio en la casa de su madre. Los sicarios no lo permitieron. Nunca se supo quién lo mató, o nunca se quiso saber, pero en Iguala hay cosas que se entienden sin necesidad de palabras. Justino Carvajal Salgado, procedente de una familia con fuertes raíces políticas en Guerrero, era el síndico-administrador del Ayuntamiento, el eterno y fallido aspirante a la alcaldía y un funcionario harto de las injerencias de María de los Ángeles Pineda Villa, la esposa del regidor. A su muerte, siguió el silencio y a este, un gesto elocuente. Un año después del crimen, el 8 de marzo de 2014, se celebró en el cabildo un homenaje en su memoria. El alcalde, José Luis Abarca Velázquez, se levantó y, a la vista de todos, se marchó antes de que empezase. Nadie se atrevió a preguntar por qué. Al regidor de Iguala siempre le siguió una sombra de terror. 

De pelo corto, cuerpo depilado y músculo de gimnasio, le gustaba moverse a solas por una tierra donde los políticos no dan un paso sin un enjambre de escoltas. A veces, al volante de su deportivo gris, llegaba conduciendo sin ninguna protección al Palacio del Gobierno, en Chilpancingo, y ante los otros alcaldes hacía demostración de lo que todos sabían: que él, a diferencia de sus compañeros, no tenía nada que temer. Quienes le han tratado le recuerdan como un pequeño déspota, tajante en sus respuestas y con dificultades para enhebrar un razonamiento complejo. A la prensa, cuando se dignaba a responder, siempre contestaba que todo iba bien. Y cuando los asuntos eran espinosos, que él no sabía nada. Eso dijo por el asesinato el 1 de junio de 2013 de su principal adversario político, el ingeniero Arturo Hernández Cardona, líder de Unidad Popular, y a quien, según declararía meses después un testigo, había ultimado él personalmente de dos tiros. Y tampoco supo nada después de la masacre de Iguala. Con los cadáveres aún calientes de seis personas, cinco muertos a balazos y otro desollado vivo, Abarca aseguró con su estilo tajante que no se había enterado, que él había pasado la noche bailando rancheras con su esposa y que, ya de mañana, todo estaba tranquilo y en calma. En aquel momento no se conocía aún la desaparición de los 43 normalistas. 

Para cuando se descubrió, él y su esposa se habían fugado. Nadie duda de que en su huida recibieron ayuda de Guerreros Unidos. Una organización salvaje, surgida del colapso del imperio de Arturo Beltrán Leyva, el Jefe de Jefes, e íntimamente conectada a su esposa. Dos de sus hermanos, Alberto y Mario, habían hecho carrera en el narco. Empezaron a principios de 2000 en Guerrero, como pequeños vendedores de droga, pero poco a poco ascendieron en la escala del crimen hasta que el cartel de Sinaloa, en aquellas fechas en manos de ‘El Chapo’ Guzmán, les abrió las puertas al tráfico de cocaína procedente de Colombia y Venezuela. Cumplido este cometido, recibieron un encargo más venenoso: abrir una sucursal de sicarios en Guerrero para enfrentarse a la expansión de los Zetas y la Familia Michoacana. El resultado fue el embrión de Guerreros Unidos. Cuando ‘El Chapo’ se separó de Beltrán Leyva, los hermanos Pineda se apuntaron aparentemente al bando de este último. En diciembre de 2009 una mano asesina arrojó sus cadáveres a la carretera de la Ciudad de México a Cuernavaca. Supuestamente habían intentado traicionar al Jefe de Jefes. Ese mismo año, un tercer hermano, Salomón, ingresó en prisión por narcotráfico y posesión de armas. Al salir de la cárcel, se integró en Guerreros Unidos como uno de los cabecillas. Para completar este abismal círculo familiar, la madre ha sido señalada como testaferro del narco. Hace un año la secuestró un cartel rival. Maniatada y con los ojos tapados, fue obligada a contar ante una cámara los pormenores de su familia, entre otros, que su yerno protegía los intereses de Guerreros Unidos.

Con esta parentela, a pocos les extrañó la fulgurante escalada social del matrimonio. En pocos años, habían pasado de vender sandalias y sombreros de paja a poseer 17 propiedades entre ellas el centro comercial Los Tamarindos, el mayor de la ciudad. Desde esta plataforma, Abarca dio el salto a la política de la mano del factótum local Lázaro Mazón, ahora fulminado por el escándalo. Mazón, antiguo alcalde de Iguala por el PRD y en sus últimos tiempos hombre fuerte en la zona del candidato presidencial Andrés Manuel López Obrador, intercedió en su época de senador para lograr la cesión de terrenos sobre los que se construyó el centro comercial. Una vez alcanzada la alcaldía, Abarca fue, día a día, cediendo el terreno a su esposa. La primera dama de la ciudad de provincias venía con hambre de poder. Ella era la que aparecía en las fotografías en primer plano, ella era la que, como recuerdan algunos concejales, entraba en las reuniones y daba las órdenes. Calculadora y dominante, empezó a preparar su asalto a la alcaldía. Ocupó la presidencia de un organismo público, Desarrollo Integral de la Familia (DIF), logró ser elegida consejera estatal del PRD y su próximo paso era presentar la candidatura.

En su expansión, tuvo sus primeros choques, entre ellos con su rival, el administrador municipal Justino Carvajal Salgado. Y también con el ingeniero Hernández Cardona, a quien en público llegó a amenazar de muerte. Ambos no tardaron en desaparecer del mapa. Nada parecía poder frenar su ascenso. Tenía de su parte el dinero, el cargo y, sobre todo, el poder de las tinieblas. Como ha declarado el líder de Guerreros Unidos, ahora detenido, ella manejaba las cuentas del cartel y había financiado las campañas del ya defenestrado gobernador Ángel Aguirre, del PRD. El 26 de septiembre, utilizando como excusa la presentación de su informe de actividades en el DIF, organizó un gran acto en el zócalo. Arrancaba su carrera para las elecciones de 2015. Fue justo ese día cuando llegaron a Iguala dos autobuses cargados de normalistas. Iban a recaudar fondos. Viejos enemigos políticos del matrimonio, su presencia en la ciudad encendió las alarmas. La pareja exigió a la policía municipal, un brazo armado del cartel, que impidiese que reventasen el acto. La orden devino en locura. Los agentes atacaron a sangre y fuego a los estudiantes. Los que no lograron huir fueron detenidos y, según la fiscalía, conducidos a manos de los liquidadores de Guerreros Unidos. En un vertedero, con la precisión que dan años de práctica, se les ejecutó e incineró. Pero la pareja no se alteró. Aún tuvo tiempo para pedir su baja del cargo y abandonar Iguala con tranquilidad. Durante más de un mes su paradero fue un misterio. En la madrugada del 4 de noviembre del 2014 fueron capturados en una desdentada casa del barrio de Iztapalapa, en la laberíntica Ciudad de México. Dormían sobre un colchón hinchable. Él estaba demacrado; ella, maquillada y nerviosa. Desde entonces, han negado cualquier implicación en los hechos. Como tantas otras veces, aducen que no saben nada.

Juan Villoro, escritor mexicano hizo pública una columna sobre el fuego eterno de Ayotzinapa, con el título, ‘Yo sé leer: vida y muerte en Guerrero’, donde recalca que en este territorio bipolar, el carnaval coexiste con el apocalipsis. El emporio turístico de Acapulco y la riqueza de los caciques contrasta con la pobreza de la mayoría, y el narcotráfico no es la principal causa de su deterioro… “El cadáver de Margarita Santizo fue velado en la calle Bucareli de la Ciudad de México, frente a la Secretaría de Gobernación. Así se cumplía la última voluntad de la difunta, que había buscado sin éxito a su hijo desaparecido. La escena sirve de alegoría para un país donde la política amenaza con transformarse en un rito funerario. La espiral de violencia alcanzó un grado superior con el asesinato de seis jóvenes y el secuestro posterior de 43 estudiantes normalistas en Ayotzinapa. Ese día me encontraba en la Universidad Autónoma Guerrero para dar una conferencia sobre José Revueltas. Mi anfitrión era un alto funcionario de la Universidad que en su juventud perteneció a la guerrilla de Lucio Cabañas. Hablamos del escritor comunista tantas veces encarcelado por sus ideas. Esto permitió que el académico repasara su propia trayectoria: ‘Lucio Cabañas me salvó la vida’, comentó con una peculiar mezcla de admiración y tristeza: ‘Me obligó a bajar de la sierra antes de que mataran a su gente: ‘No tienes aspecto de campesino’, me dijo: ‘Si te encuentran acá, no podrás decir que andabas sembrando; tienes que continuar la lucha donde vales más: el salón de clase’…”.

La exigencia del guerrillero significó la pérdida de una ilusión. Al mismo tiempo, el solitario camino de regreso a la vida civil permitió que un luchador social siguiera con vida. La gran paradoja del Estado de Guerrero es que ser maestro también es un oficio de alto riesgo. Cabañas nació en un pueblo que refutaba su nombre (El Porvenir) y se dedicó a la enseñanza primaria. Muy pronto descubrió que era imposible educar a niños que no podían comer. Al igual que otro maestro, Genaro Vázquez, creó un movimiento para mejorar la vida de sus alumnos y se topó con la cerrazón oficial. Con el tiempo, quienes enseñaban a leer radicalizaron sus métodos de lucha. La cultura de la letra ha sido un desafío en una zona que dirime discrepancias a balazos. En los años sesenta del siglo XX, dos terceras partes de los pobladores de Guerrero eran analfabetas. La Normal de Ayotzinapa surgió para mitigar ese rezago, pero no pudo ser ajena a males mayores: la desigualdad social, el poder de los caciques, la corrupción del gobierno local, la represión como única respuesta al descontento, la impunidad policiaca y la creciente injerencia del narcotráfico. Esas lacras no son ajenas a otras partes del país. La peculiaridad de Guerrero es que el oprobio ha sido continuamente impugnado por movimientos populares.

En ‘México armado’, libro fundamental para entender este conflicto, Laura Castellanos narra el tránsito de los maestros a la guerrilla. Genaro Vázquez fundó una Asociación Cívica que recibió el repudio de las autoridades y el mote despectivo de ‘Civicolocos’. Por su parte, Lucio Cabañas creó el Partido de los Pobres, pero no logró incidir en la política local. El Gobierno ofreció a los cabecillas dinero y puestos políticos (en Guerrero, suelen ser sinónimos). Los líderes rechazaron esa salida ‘negociada’ y optaron por un camino sin retorno en la montaña…”. La salvaje represión de la guerrilla se conoció con el redundante eufemismo de ‘Guerra Sucia’. Después de la muerte de Cabañas, hubo 173 desaparecidos. Castellanos cuenta la historia de la base aérea en Pie de la Cuesta, Acapulco, donde los aviones despegaban para arrojar disidentes al océano, inclemente recurso que también usarían las dictaduras de Chile y Argentina. En los años setenta, durante la presidencia de Luis Echeverría, México fue el país esquizoide que daba asilo a perseguidos políticos de Sudamérica y sepultaba a sus inconformes en altamar…

Juan Villoro recuerda: “Hablábamos en Acapulco de José Revueltas y Lucio Cabañas cuando supimos que seis jóvenes habían sido asesinados en el municipio de Iguala. Esta noticia del infierno venía agravada por una certeza: el horror no era nuevo; llegaba de muy lejos. En Guerrero, la violencia ha sido sistemáticamente alimentada por las masacres cometidas por el ejército y grupos paramilitares. Luis Hernández Navarro, autor de un libro crucial sobre el tema, ‘Hermanos en armas’, señala que todos los movimientos insurgentes de la región han surgido después de matanzas (la de Iguala, en 1962, produjo el levantamiento de Genaro Vázquez; la de Atoyac en 1967, el de Lucio Cabañas; la de Aguas Blancas en 1995, el del Ejército Popular Revolucionario). ¿Cuál será el saldo de 2014? El narcotráfico ha ganado fuerza en la región con la presencia rotativa de los cárteles de La Familia, Nueva Generación, los Beltrán Leyva y Guerreros Unidos. Pero no es la principal causa del deterioro. La indignante desigualdad social justifica el descontento y explica que muchos no encuentren mejor destino que sembrar marihuana o matar a sueldo”.

En 2011, el Partido de la Revolución Democrática llevó a la gubernatura a Ángel Aguirre, que había pertenecido al PRI y fungido como gobernador interino en 1999, sustituyendo a su jefe, Rubén Figueroa, responsable de la matanza de Aguas Blancas. Su elección fue un giro oportunista para sumar intereses políticos con el engañoso mensaje de una alternancia en el poder. Como los barcos que utilizan la insignia de Panamá, el PRD se ha convertido en una entidad que alquila su bandera. En la búsqueda del poder por el poder mismo, apoyó a un personaje que jamás combatiría la corrupción ni la injusticia. Al amparo de esa gestión, surgieron figuras dignas de Los Soprano, como el alcalde de Iguala, José Luis Abarca, también del PRD. De manera inverosímil, la cúpula partidista respaldó a Aguirre después de la desaparición de los estudiantes. Sólo la presión social llevó a su renuncia, que en modo alguno mitiga el eclipse del ‘Partido del Sol’ en Iguala y Guerrero. En la búsqueda de los normalistas desaparecidos se han encontrado fosas con otros muertos. De 2005 a la fecha han aparecido 38 criptas de ese tipo. Excavar la tierra en Guerrero es un inevitable acto forense. Durante medio siglo, los abusos de las autoridades han sido repudiados por una población pobre pero politizada. La Escuela Normal representa un centro neurálgico de la discrepancia. Conviene recordar que en los años sesenta uno de sus activistas se llamaba Lucio Cabañas. El 26 de septiembre hubo cuatro balaceras distintas y un solo blanco: los jóvenes. Con el apoyo del crimen organizado, el alcalde Abarca sembró el terror para amedrentar a los normalistas que se movilizaban para recordar a las víctimas de la matanza de Tlatelolco. Una vez desatado el mecanismo represivo, también fue acribillado un equipo de fútbol. ¿Su delito? Ser jóvenes; es decir, posibles rebeldes.

‘Vértigo’ es una película estadounidense de suspenso psicológico​ y cine negro4 dirigida y producida por Alfred Hitchcock, estrenada en 1958.​ El actor principal, James Stewart, interpreta al detective privado John ‘Scottie’ Ferguson quien, tras sufrir un accidente que lo obliga a jubilarse anticipadamente y le provoca acrofobia y vértigo, es contratado por un viejo amigo, Galvin Elster, para que vigile discretamente a su esposa Madeleine (Kim Novak), quien se comporta de forma errática y parece estar poseída por un espíritu. La película habla de la obsesión, la parálisis psicológica y física y la frágil naturaleza del amor. El filme fue rodado en San Francisco (California) y en los estudios de Paramount Pictures (Hollywood). La película tuvo su estreno mundial en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián de 1958, en el País Vasco, España. Si bien tuvo un inicio poco alentador, cargado de críticas tibias y una pobre acogida en taquilla, ganó popularidad con el paso del tiempo y en la actualidad es considerada un clásico dentro de la filmografía de Hitchcock, además de una de las mejores películas de todos los tiempos. ‘Vértigo’fue elegida el 2 de agosto de 2012 como la mejor película de todos los tiempos, por delante de ‘Ciudadano Kane’, de Orson Welles.

Tras una persecución en una azotea, en donde su compañero policía cae y muere, el detective de San Francisco John ‘Scottie’ Ferguson se retira tempranamente y empieza a padecer vértigo. Scottieintenta vencer su miedo aplicando su propio método, pero su amiga y ex prometida, la diseñadora de ropa interior Marjorie Wood dice que solo otro shock emocional severo podría ser la cura de ‘Scottie’ para sus padecimientos. Tiempo después, Gavin Elster, un viejo amigo de la universidad de ‘Scottie’, le pide a este que siga a su esposa, Madeleine, alegando que ella no está bien psicológicamente y que ello podría ponerla en peligro. ‘Scottie’ acepta no muy conforme, por loque sigue a Madeleine por San Francisco en el transcurso de un día. La sigue a una floristería en donde Madeleine compra un ramo de flores. Se dirige a la parroquia Misión Dolores, a la tumba de una tal Carlotta Valdés…. Investigando, un historiador local le explica a ‘Scottie’ que CarlottaValdés se suicidó: esta había sido la amante de un hombre rico, con quien se casó y tuvo una hija, pero al cabo del tiempo la pareja se separó, llevándose él a la niña. Por lo que Carlotta enloqueció y terminó suicidándose. Cuando ‘Scottie’ le informa a Gavinde lo investigado, este le revela que Carlotta (que teme que esté poseyendo a Madeleine) es la bisabuela de Madeleine, aunque Madeleine no tiene conocimiento de esto, y no recuerda los lugares que ha visitado. Scottie sigue a Madeleine hasta Fort Point, bajo el Puente Golden Gate y, cuando esta salta a la bahía, él la rescata.

Tras Madeleine pasar la noche en el apartamento de ‘Scottie’ después de haber sido rescatada, pasan el día siguiente juntos. Viajan por todo San Francisco hasta llegar a una bahía, donde Madeleine corre hacia el océano. ‘Scottie’ la agarra y se abrazan. Al día siguiente Madeleine le relata una pesadilla, a lo que ‘Scottie’ relaciona la pesadilla con la iglesia de San Juan Bautista, hogar de la infancia de Carlotta. Él la lleva allí y expresan su amor mutuo. Madeleine, de repente, corre hacia la iglesia y sube al campanario. ‘Scottie’, incapaz de subir los escalones por su acrofobia, ve a Madeleine saltar desde el campanario, suicidándose. La muerte de Madeleine es declarada suicidio. Gavin no culpa a ‘Scottie’, pero ‘Scottie’ se deprime clínicamente y entra a un sanatorio, en estado casi catatónico. Después de su liberación, ‘Scottie’ frecuenta los lugares que visitó con Madeleine, a menudo imaginando que la ve. Un día, cree identificar a Madeleine en una mujer que se la recuerda, a pesar de ser su apariencia diferente. ‘Scottie’ la sigue y ella se identifica como Judy Barton, de Salina, Kansas.

En un flashback, se revela que Judy era la persona que ‘Scottie’ conocía como ‘Madeleine Elster’. Judy se estaba haciendo pasar por la esposa de Gavin como parte de un complot de asesinato, el cual tenía como víctima a la verdadera Madeleine. Judy redacta una carta para ‘Scottie’ explicando su participación en el homicidio: Gavin se había aprovechado deliberadamente de la acrofobia de ‘Scottie’ para que cuando Judy subiera al campanario, este sustituyera el cuerpo recién asesinado de su esposa en el aparente suicidio de Madeleine. Sin embargo, Judy rompe la carta y continúa la farsa porque ama realmente a Scottie. Tras empezar a verse con Judy, ‘Scottie’ sigue obsesionado con Madeleine, por lo que le pide a Judy que se cambie de ropa y de pelo para parecerse a Madeleine. Después de que Judy obedece, con la esperanza de que finalmente puedan encontrar la felicidad juntos, él se da cuenta de que Judy lleva el collar retratado en la pintura de Carlotta y se da cuenta de la verdad y de que Judy había sido la amante de Elster antes de ser dejada a un lado al igual que Carlotta, para luego ser parte del complot de asesinato de la verdadera Madeleine. Así, ‘Scottie’ insiste en llevar a Judy a San Juan Bautista.

Allí, Scottie le dice a Judy que debe volver a representar el evento que lo llevó a su locura, admitiendo que ahora entiende que Madeleine y Judy son la misma persona. ‘Scottie’ la obliga a subir al campanario y la hace admitir su engaño. ‘Scottie’ llega a la cima, finalmente conquistando y superando así su vértigo y acrofobia. Judy confiesa que Gavin le pagó para hacerse pasar por una Madeleine poseída y que este fingió el suicidio de la verdadera Madeleine arrojando el cuerpo de su esposa desde el campanario. Judy le ruega a Scottieque la perdone porque lo ama. Él la abraza, pero una figura escondida entre las sombras se eleva desde la trampilla de la torre, sorprendiendo a Judy, quien da un paso atrás y cae al vacío. Scottie, desconsolado de nuevo, se para en la cornisa mientras la figura, una monja que estaba investigando los ruidos, toca la campana del campanario…

“Hay una tensión entre leer y la acción política”, escribía Ricardo Piglia. Interpretar el mundo puede llevar al deseo de transformarlo. En ocasiones, la letra, y la ortografía misma, son un gesto políticoque desafía un orden bárbaro: “Podríamos hablar de una lectura en situación de peligro. Son siempre situaciones de lectura extrema, fuera de lugar, en circunstancias de extravío, o donde acosa la amenaza de una destrucción. La lectura se opone a una vida hostil”, argumenta Piglia en ‘El último lector’. El Che Guevara pasó su última noche en una escuela rural. Ya herido, contempló una frase en la pizarra y dijo a la maestra: ‘Le falta el acento’. La frase era ‘Yo sé leer’. Ya derrotado, el guerrillero volvía a otra forma de corregir la realidad. Hace años, maestros acorralados por el Gobierno decidieron tomar las armas en Guerrero. Lucio Cabañas decidió salvar a uno de los suyos para que volviera a la enseñanza, instrumento de lucha en un país sin ley. 43 futuros maestros han desaparecido. La dimensión del drama se cifra en una frase que se opone a la impunidad, el oprobio y la injusticia: ‘Yo sé leer’. El México de las armas teme a quienes enseñan a leer. A ese país le falta el acento. Llegará el momento de ponérselo”.

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