EL BESTIARIO Santiago J. Santamaría

SANTIAGO J. SANTAMARÍA. El Bestiario

Molenbeek, la guarida del yihadismo en Europa

En este barrio de Bruselas los terroristas se camuflan entre los vecinos y el Estado Islámico intenta atraer a los jóvenes musulmanes sin futuro para que se enrolen en la “Guerra Santa”…

SANTIAGO J. SANTAMARÍA

La periodista española, Ana Carbajosa tiene un libro muy interesante, “Las tribus de Israel” (RBA). Es un viaje a través del país judío, donde describe a sus “tribus urbanas” y las tensiones internas que se viven en Tel Aviv, Jerusalén. También aborda el tema de los “brigadistas internacionalistas”, tal y como les denominan a los yihadistas que practican el terror para expandir su “Guerra Santa” o Yihad por todo el mundo. Los más afectados, los propios países musulmanes donde se vive una cruentísima guerra civil entre sunistas y chiistas y otras familiar del Islam. Cuando leía meses atrás a Ana Carbajosa temía lo ocurrido hace apenas unas horas en el corazón de Europa. “Tío han vuelto a atentar como en París contra la población civil”. Recibo una llamada, en la madrugada, desde Durango, en el país Vasco, en el norte de España, donde vive Andoni Santamaría, mi sobrino.
El terror golpeó Bruselas este martes con una serie de explosiones que han afectado el aeropuerto y una estación de metro y han causado más de una treintena muertos y dos centenares de heridos, según la autoridad de transportes en la capital belga. El Gobierno de Bruselas ha cerrado todas las líneas de transporte público. “Temíamos un ataque terrorista y ha sucedido”, ha afirmado el primer ministro belga, Charles Michel, en una comparecencia pública junto al fiscal general belga, Frédéric Van Leeuw. “Hubo dos explosiones en la zona de salidas del aeropuerto, una de ellas probablemente causada por un ataque suicida”, ha indicado el fiscal.
Una doble explosión en el área de salidas del aeropuerto de Bruselas Zaventem (Bélgica), poco antes de las ocho de la mañana causó víctimas mortales y provocó el cierre de las instalaciones y la cancelación de todos los vuelos. Apenas hora y media más tarde, se registró una nueva explosión en el metro de Bruselas, en la estación de Maelbeek, muy cerca de todas las instituciones europeas. La estación terminó clausurada.
A finales de enero del año pasado Geraldine recibió una llamada. Pensó que sería su hijo, que le iba a echar una bronca por entrometerse en su vida e impedirle viajar. Era su hijo, sí, pero llamaba desde Turquía, a punto de cruzar la frontera con Siria. Después se enteraron de que un juez belga dictaminó que, al ser mayor de edad, no podían impedir el viaje. El problema es que nadie se lo comunicó a Geraldine y ya era demasiado tarde. “Mamá, no llores. Voy a ayudar a la gente. Abriré la puerta del paraíso para ti”, le aseguró por teléfono. Una vez por semana la llamaba desde Siria. “Mamá, tienes que venir aquí. No puedes seguir trabajando con hombres y con kufar infieles”. En Siria se casó con una chica francesa “para repoblar el mundo islámico”. Pasó temporadas en algunos de los rincones más peligrosos del conflicto sirio, en Raqqa, Alepo y Deir el Zor.
El relato de esta familia es calcado al de cientos de familias de Bélgica, el país con el mayor número de europeos en proporción luchando en Siria y que los atentados de París han puesto en el punto de mira. Tres de los terroristas que bañaron de sangre la capital francesa procedían de Bélgica, en concreto de ese mismo barrio de Molenbeek. Las pesquisas iniciales indican que fue en este municipio donde se idearon parte de los ataques, que tuvieron una trágica segunda parte en el corazón de la Unión Europea, Bruselas. Apuntan también a posibles errores policiales y políticos. Hasta qué punto han fallado los servicios de seguridad belgas y de coordinación con las autoridades francesas es algo que solo las investigaciones internas en marcha determinarán con exactitud. Sobre el terreno, Bélgica ha pisado el acelerador de las reformas legales y los recortadísimos servicios secretos están recuperando efectivos.
Mientras, los habitantes de Molenbeek viven una sucesión de redadas policiales como el enésimo síntoma de la discriminación contra los musulmanes. La distancia que les separa del resto de los belgas se amplía y esos sentimientos de división solo benefician a los reclutadores del Estado Islámico. Los extremistas agitan y alimentan un discurso binario, de víctimas musulmanes y verdugos de occidente, que cala muy hondo en jóvenes musulmanes. La conexión de Molenbeek con el terrorismo internacional no es nueva. El asesinato de Ahmed Shah Masud, adversario de los talibanes, en Afganistán en 2001; la matanza de Madrid en 2004, el atentado contra el Museo Judío de Bruselas el año pasado o el ataque contra el Thalys de París este año son solo algunos de los atentados con conexiones con este barrio.
Este rincón bruselense no es un gueto al estilo de las banlieues parisienses. Para empezar, porque se puede caminar por él sin peligro y entablar conversaciones con los vecinos sin temor, porque aquí casi todo sucede de puertas adentro. También porque está pegado al centro de Bruselas, separado apenas por un canal navegable de la calle de Antoine Dansaert, la más chic de la ciudad, donde los diseñadores locales exponen sus más refinadas creaciones. De la plaza de Molenbeek a la Grand Place, epicentro del chocolate y la cerveza de Bruselas, hay unos 15 o 20 minutos andando. La distancia mental que separa a los habitantes de Molenbeek, en su gran mayoría de origen marroquí, del resto de ciudadanos es, sin embargo, abismal. Entre los sentimientos que albergan los jóvenes musulmanes del barrio -también los triunfadores que trabajan- domina el de discriminación y racismo por parte de los que ellos llaman “los blancos” o “los belgobelgas”, es decir, los que no son de origen magrebí.
Aquí viven unas 100.000 personas entre la parte alta y adinerada del barrio y el viejo Molenbeek, más deprimido y con mayor concentración de inmigrantes. Tienen hasta 100 nacionalidades y hay unos 4.000 indocumentados, pero sobre todo los musulmanes de origen magrebí han hecho de este barrio densamente poblado y apodado “el pequeño Manchester” su hogar. Fue en los años sesenta y setenta cuando llegaron los campesinos turcos y los marroquíes después de que sus gobiernos firmaran acuerdos bilaterales con Bélgica para venir a trabajar a la industria instalada a lo largo del canal. Al arribar al viejo Molenbeek ocuparon el vacío que dejaron los obreros que habían tomado el ascensor social y se habían mudado a la parte alta del barrio, más allá de la vía de tren.
Hoy el paisaje humano de la parte vieja del barrio es predominantemente magrebí. En los cafetines los hombres conversan y juegan al parchís, y en las confiterías los dulces chorrean miel y pistachos. Dentro de los comercios, las huchas de lata acumulan donativos para Siria. En un chaflán, grupos de hombres fuman a las puertas de un café y en otra esquina se entregan al trapicheo. Una mujer se cruza con chador hasta los pies y guantes negros que impiden que nadie vea ni un centímetro de su piel, pero también pasa otra chica en minifalda. En la plaza del Ayuntamiento, a las puertas de una tienda de telas, sobre una maniquí de unos tres años cuelga una jalabiya hasta los pies y un velo oscuro le cubre la cabeza de plástico.
En Molenbeek la religión está de moda. La población se ha vuelto más conservadora y las terceras generaciones de inmigrantes encuentran en ella un salvavidas identitario. Ya no quedan apenas cafés mixtos y las barbas largas son cada vez más visibles. Las jóvenes madres se reúnen para tomar té a la menta con pastas mientras ven programas religiosos en la tele y las academias de ciencias islámicas hacen su agosto. El desembarco en el barrio de supuestos sabios rigoristas y la distribución masiva y gratuita de textos saudíes han contribuido a que la interpretación literalista del Corán y la ortodoxia en la práctica religiosa hayan ido ganando terreno.
Como en otras ciudades de Europa, en Bruselas las mezquitas han dejado de ser centros de radicalización. Están demasiado controladas y regentadas por imames incapaces de conectar con jóvenes llenos de dudas y a los que los predicadores “youtubers” responden con eficiente vehemencia. Uno de cada dos imames no habla francés y dos tercios proceden de su país de origen, de donde traen un islam tradicional, poco adaptado a la realidad europea. Predican como si estuvieran en su pueblo de Marruecos, cuentan la vida del profeta y lo que sucede más allá de los muros de la mezquita no existe para ellos. “Los radicales han venido y se han encontrado a la gente perdida. Debemos tener un argumento serio. Esta es una guerra dialéctica”, piensa Jamal Habbachich, que preside el consejo que representa a 22 mezquitas de Molenbeek. Hasta ocho familias llamaron a su puerta el año pasado pidiendo ayuda para evitar que sus hijos viajaran a Siria.
Habbachich habla en su mezquita de Molenbeek mientras levanta constantemente la mirada hacia las pantallas de las cámaras del recinto. Han recibido una carta con amenazas de muerte tras los atentados de París y ahora extreman la seguridad. En su opinión, son los pequeños centros de culto los que plantean más problemas. Allí van cambiando los imames sin control. “Empiezan a llegar fetuas de oriente próximo y los imames europeos no saben cómo reaccionar”. Habbachich critica a las autoridades belgas porque cree que “durante años han dado carta blanca a grupos para predicar y reclutar en nombre de la libertad de expresión”.

@SantiGurtubay

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